lunes, 10 de septiembre de 2018

8. La Peste

Aún hoy se desconoce su procedencia. Algunos dicen que llegó en barco desde los Cayos Blancos con los contrabandistas de porcelana, que se embarcó también de contrabando entre la tripulación y antes de ser detectada logró desembarcar en el puerto. Otros cuentan que era un mal frecuente, pero de menor entidad, en las Grandes Serpientes y que descendió con ellos en su última incursión, que la putrefacción de las cadáveres, que tardaron días en ser levantados, la dejó escapar y vagó por las calles hasta hallar entre nuestro pueblo nuevos huéspedes donde morar y multiplicarse. Los menos creen que en realidad se originó aquí mismo, durante la cuarta luna llena del año 728 de la Segunda República, pues lo primeros casos reportados datan justamente de aquel periodo.
Por su parte, y a despecho de otros intelectos menos consagrados pero más modernos, el venerable (pero un tanto obsoleto) profesor Yamagué sigue sosteniendo que la Peste no nació durante dicho periodo, sino que desde siempre todos hemos estado contagiados. De este modo, aquello que percibimos como un agravamiento de la epidemia es, muy por el contrario, un paulatino y generalizado saneamiento.
Apenas haría falta apuntar que la mayor intensidad del tráfico de porcelana, la Última Razia de las Grandes Serpientes y la cuarta luna llena del año 728 de la Segunda República, son perfecta e incuestionablemente contemporáneos, coincidencia que solo acrecienta el enigma.
Lo único indubitado entre letrados y legos, escépticos y devotos y que constituye más una modestia que una certeza es la universalmente aceptada y absoluta ignorancia acerca de su verdadera naturaleza. Tan solo un día apareció y desde entonces no se ha marchado ni parece que vaya a hacerlo pronto.
Para el antiguo año 728 yo era aún un niño que apenas se preparaba para ingresar en la adolescencia. Recuerdo que camino a la escuela atravesaba el barrio del puerto y me quedaba mucho tiempo embelesado mirando las urcas y más lejos las ballenas que jugueteaban en la superficie del agua. Eran tiempos de pujanza. El comercio con Los Cayos Blancos no solo inundaba las tiendas de los más finos artículos de porcelana, también abastecía nuestra economía de las más exóticas mercancías provenientes de las Cuatro Esquinas del Mundo. Los juguetes mágicos de las Tierras de Bür eran la alegría de grandes y chicos, todo mundo aplaudía al ver las chispas de colores saltar y bailar formando figuras insólitas de dragones, elefantes y urdaniés, que se alternaban unos con otros y morían fundiéndose en destellos innumerables, dando paso a otras figuras más fantásticas aún.
También las armas mágicas estaban en aquella época al alcance de cualquiera. Recuerdo que mi padre adquirió un alfanje danzarín que volvía revoloteando con total seguridad a la mano que lo había lanzado, después de describir asombrosas cabriolas en el aire. Cuando mi padre no estaba en casa yo tomaba prestado a hurtadillas su alfanje y jugaba con él en el patio. En una ocasión, por error, lo clavé en el naranjo del jardín. El alfanje se encabritó rabiosamente tratando de zafarse, pero no consiguió liberarse a tiempo de evitarme la reprimenda.
Próspera y serena transcurría la vida en la ciudad, que la Última Razia vino a trastornar.
Lo primero que oímos aquella noche fue la sirena de La Torre del Consuelo triste y solitaria en la noche sin luna, luego los aullidos lejanos de los perros.
Tras la Penúltima Razia el Concejo de la Ciudad había resuelto construir una muralla que protegiese el flanco norte de la ciudad, entre el puerto y el Monte Mimar, que resultaba el más expuesto a los ataques directos por ser aquel terreno todo llano y desarbolado hasta donde alcanzaba la vista. El flanco occidental, por su parte, no precisaba de semejantes defensas, pues allí la ciudad terminaba en una larga quebrada suficientemente profunda y escarpada para desaconsejar cualquier incursión. Al oriente y al sur el mar era una frontera aún más segura. Por último, el antiguo Castillo del Monte Mimar también sería refaccionado con barracas y almacenes, a fin de dar asiento a tres compañías. Sin duda era un plan inteligente que, por desgracia, nunca se completó (1).
Así la muralla pasó a ser una empalizada y la empalizada terminó siendo una torre de guardia (llamada La Torre del Consuelo) equidistante entre el puerto y el Monte Mimar, apenas provista de un pelotón de tiradores y un pelotón de ronda. El Castillo continuó derruido y deshabitado.  
Originalmente la Torre se situaba sobre el límite norte de la ciudad, pero el desarrollo urbanístico y demográfico había, para la época de la Última Razia, expandido considerablemente aquella antigua frontera.
Se comprende entonces por qué el ataque no pudo ser contenido en las inmediaciones de la Torre. En primer lugar, las nuevas construcciones aledañas sirvieron de parapeto a las Grandes Serpientes, quienes franquearon el área de tiro del pelotón bajo esta cobertura. En segundo lugar, el pelotón de ronda se vio ampliamente superado en número y debió retirarse al Castillo del Monte Mimar, desde donde apenas pudo lanzar tímidos ataques de hostigamiento contra el avance enemigo.
Todo ello explica por qué los barrios periféricos, especialmente aquellos del sector nororiente (aledaños al puerto), fueron los más afectados.
Tres días duraron los enfrentamientos, al cabo de los cuales los muertos se contaban por centenares y por millares los heridos y damnificados. Barrios enteros pasaron a acompañar al Castillo en su ruinosidad y otros tantos se volvieron techo de los sin techo.
Inmediatamente el Gobierno anunció un plan de contingencia. Se trasladó a los heridos a galpones improvisadas enfermerías de campaña en el barrio del puerto, los damnificados fueron alojados temporalmente en el Castillo y al cabo de cuatro días todos los cadáveres habían sido incinerados.
De este periodo de turbulencias y desplazamientos de gentes datan los primeros casos fidedignamente documentados.
El primero corresponde a un niño de 14 años que se negó a cooperar con los trabajos de reconstrucción aduciendo, ante la generalizada incredulidad, la irrealidad del reciente ataque. La renuencia del niño fue tal que, para probar sus dichos, cruzó la línea de cuarentena para comunicarle a los heridos que “no estuviesen tristes”, pues sus padecimientos no eran reales. Semejante alteración del orden público alertó a los guardias, quienes detuvieron al niño. Se dice que emplearon violencia desmedida, exceso que habría sido la causa de la intervención, a favor del niño, de un joven médico que se encontraba trabajando en la enfermería aledaña a la zona de reconstrucción. El entonces joven profesor Yamagué logró que los guardias lo liberasen. Se interesó por las razones que el niño dio de su conducta y tuvo el cuidado de registrarlas en un diario, que tiempo después llegaría a ser reconocido como la primera fuente documental de la Peste. Para mayor exactitud, a continuación transcribo directamente la entrevista tal como aquella fuente la consigna:

Prof. Yamagué: ¿Por qué cruzaste la línea de cuarentena? Es muy riesgoso exponerse a los heridos, pueden portar enfermedades muy graves.

Niño: No importa la enfermedad, porque todo es mentira. No están heridos. Alguien debería avisarles para que no estén tan tristes y no tengan miedo.

Prof. Yamagué: ¿A qué te refieres con que no están heridos? ¿Crees que los médicos mienten?

Niño: No, no es que mientan. Es que nadie lo ve. Pero yo sí lo vi, porque estuve aquí mismo y las casas estaban en buen estado, no habían heridos ni enfermería ni guerra.

Prof. Yamagué: ¿Cuándo lo viste?

Niño: Lo vi recién, no sé bien la hora. No sé bien cuánto duró, pero fue corto.

Prof. Yamagué: ¿Quieres decir que lo imaginaste?

Niño: No, fue distinto. Cuando uno imagina uno sabe lo que imagina y quiere pensar en eso. Esto fue diferente: tan solo lo vi. Estaba cansado de tanto cargar escombros y me apoyé un rato en un muro, luego vi este mismo lugar sin las ruinas ni los heridos, solo las casas. Me sorprendí, me dio un poco de miedo porque no había nadie. Me levanté para ver mejor: las casas estaban en buen estado y todo tranquilo, no se oían los ruidos de la reconstrucción. Entonces oí que llamaban mi nombre, pero era un sonido lejano, que parecía venir de todos lados, y enseguida volví a ver todo esto alrededor. Solo duró un poco, segundos quizá. Mi tío me llamaba para que siguiera trabajando, pero yo seguía cansado y ya no tenía sentido tanto esfuerzo porque no hay ruinas ni heridos. Lo otro era diferente pero a la vez real. No sé cómo explicarlo.

Comprensiblemente boquiabierto quedó el futuro profesor Yamagué ante semejante respuesta del niño. Su relato no tenía la menor coherencia y era, como es obvio, absolutamente falso. Era evidente que el niño había sufrido un golpe de calor combinado con una imaginación extremadamente vivaz. Yamagué le recetó un calmante y lo dejó en observación al cuidado de su familia, luego de haberles apuntado la dirección de su consulta médica.
Así prosiguieron los trabajos de reconstrucción, no exentos de los altibajos propios de una tarea tan titánica, hasta que al noveno día fue decretado por el Gobierno el cese del estado de emergencia y el consecuente despacho de los voluntarios a sus vidas. Con los heridos liberados de la cuarentena, luego de haberse comprobado que no portaban infecciones, los muertos ya incinerados en las afueras y los edificios en riesgo refaccionados o deliberadamente demolidos, la ciudad comenzaba a retomar la normalidad.
El segundo caso fue reportado poco después del primero. Un hombre se apersonó en el hospital presa de un manifiesto delirio. El hombre se mostraba muy nervioso, balbuceaba incoherencias y se frotaba constantemente los ojos. Considerable fue el esfuerzo que requirió de los enfermeros reducirlo y administrarle el sedante.
Al recobrar el sentido el hombre narró que era estibador, que trabajaba en el puerto y que había sufrido una lesión en su brazo izquierdo producto de una caída mientras huía la noche del ataque. La lesión en cuestión le había sido tratada por los médicos del campo de cuarentena al día siguiente, quienes le habían destinado a aislamiento a pesar de sus protestas, pues no había tenido contacto directo con las Grandes Serpientes. Dos días después, al constatar los médicos que efectivamente solo tenía un traumatismo, sus súplicas fueron atendidas y se le despachó a casa.
Lo que el pobre estibador no sabía era que ya no tenía casa a la que volver, ya que el ruinoso conventillo donde vivía había sido demolido preventivamente por el Gobierno. En tres días este hombre del pueblo había sufrido una evacuación improvisada, un traumatismo, dos días de cuarentena y ahora la pérdida de su hogar.
Es difícil para un hombre de mi posición, con quien la fortuna ha sido tan generosa, siquiera imaginar lo desgraciado que este estibador debió sentirse al contemplar los escombros que hacía apenas tres días constituían su humilde morada. Tampoco puedo imaginar el flagelante desengaño que debió experimentar cuando le informaron que su actual debacle domiciliaria no era fruto del ataque de las Grandes Serpientes, sino del improvisado plan del Gobierno. Ni la exasperación que le debió embargar cuando los vecinos le comunicaron que debería cruzar media ciudad para dormir en el refugio del Castillo. Así las cosas es entendible y hasta justificable la decisión, ya provisoria, que tomó: darse una borrachera a la altura de la catástrofe y luego de la resaca pensar qué hacer.  
Quedó con otros compinches estibadores del puerto, que habían conseguido vino tinto de los Cayos Blancos en los saqueos, y sobre algún derrumbe se dio a la bebida durante toda la noche. A eso de las siete de la mañana sus compinches, quienes no habían corrido suerte tan aciaga como la suya, pues conservaban una casa que mantener, se fueron al puerto a ganarse el jornal. Nuestro hombre se quedó bebiendo solo hasta acabar la última botella, a eso de medio día.
Entonces el estibador, quien en aquel momento se encontraba “casi ciego de borracho” (según sus propias palabras), se acunó en un resquicio de una pared derruida para esperar pacientemente la resaca.
Según relató confusamente al médico de turno pasó un tiempo indeterminado de la tarde cuando, estando muy cansado, comenzó súbitamente a ver y sentirse mejor. Se maravilló de su nuevo estado de sobriedad instantánea. Ya no le dolía la cabeza, no sentía la punzante sed del beodo, su respiración era profunda y regular, no estaba sudado ni desorientado. Pero el verdadero asombro se lo llevó al utilizar sus renovados sentidos para contemplar su entorno.
Refirió que quedó absolutamente desconcertado, que se frotó poderosa e incesantemente los ojos, que rezó, exclamó, juró y un largo etcétera, ya que no daba crédito a sus ojos: no habían ruinas. A su alrededor el barrio del puerto estaba perfectamente intacto. Ni siquiera habían rayados en las murallas de adobe.  
Consternado miró en todas direcciones buscando las señales de la batalla, pero solo vio casas y calles limpias y en perfecto estado, con la notable excepción de la pintura, que estaba descascarada y desvaída. Contó que se atrevió a recorrer una media cuadra con iguales resultados. Entonces, preso de un vago temor, corrió de vuelta a su punto de origen tan atolondradamente que, al llegar, tropezó y cayó al suelo. Inmediatamente retornó su mareo, su resaca y las ruinas circundantes. Todo volvió a la normalidad salvo por una cosa: ya era de noche.
Este increíble fenómeno podía significar dos cosas: que durante ese lapso de tiempo, que él percibió de pocos minutos, durante el cual contempló una ciudad desierta e intacta habían transcurrido en realidad unas siete u ocho horas. O bien, que estaba preso de algún padecimiento psíquico gravísimo, presumiblemente contraído durante su estadía en cuarentena.
Descalabrado se maldijo a sí mismo por haber declarado su lesión. Lo había hecho con la esperanza de faltar unos días al trabajo, no para contraer esta locura sin precedentes (2). De modo que, inspirado por su renovada responsabilidad, corrió como un desquiciado hasta el hospital donde el médico de turno, al día siguiente, logró sonsacarle a trompicones la información ya referida.
El diagnóstico fue inequívoco: el médico no tenía idea de lo que había sucedido, así que dio de alta al estibador luego de realizarle exámenes de rutina y de que se le pasara la resaca.
Aquel médico, compañero en la Facultad del futuro profesor Yamagué, no tardó en comentarle a este último el curioso episodio, el cual también quedó registrado en su diario.
El tercer caso fue reportado al día siguiente del alta del estibador, también en el hospital. Un joven paciente se presentó acompañado de su padre, el Primer Ministro, y de una pomposa y amenazante escolta. El Primer Ministro nada más al poner un pie en el recinto exigió, a voz en cuello, una entrevista inmediata con el director del hospital, a quien demandaba en nombre de la República una explicación para el “innominado mal” que sufría su primogénito. Normalmente el secretario del director programaba las entrevistas con los pacientes para “no tenemos hora” o “el director no recibe a usuarios”, pero un hombre prudente sabe adaptarse a toda circunstancia. Y si hablamos de prudencia debemos, por fuerza, mencionar al director del hospital, quien bajó personalmente a darle la bienvenida al Primer Ministro e invitarlo a pasar a su despacho en tiempo récord, todo ello al momento que instruía a su secretario para que procurase infusiones y galletas.
Entonces el Primer Ministro que, ya sentado en el despacho del director y disfrutando de un buen té, se encontraba algo menos molesto al presenciar que el dinero de los contribuyentes se empleaba como era debido en este servicio público, le expuso el mal que sufría su hijo.
El día anterior había ido de pesca todo el día con el Ministro de Defensa al Club Náutico, al sur de ciudad. En dicha ocasión ambos habían acordado llevar a sus primogénitos para que se dejaran de juegos y conocieran la vida de los adultos. Los dos hombres se dedicaron a pescar, beber y charlar como siempre hacían mientras los dos hijos se divertían con portentosas competencias de nado, que hacían bufar de orgullo a sus progenitores. Como era obvio, el hijo del Primer Ministro venció cada asalto.
Por la noche padre e hijo retornaron a su palacete, también emplazado en el sector sur, y se dispusieron a continuar cada quien con sus quehaceres. El padre tenía agendada una salida al teatro, el hijo se avocaría a sus estudios.
A altas horas de la noche, al volver del teatro el Primer Ministro se dirigió a la habitación de su hijo para saludarlo. En lugar de encontrarlo halló la habitación en completo desorden, los libros regados sobre el sueldo, la silla y la mesa de estudio tumbadas. En todo el inmueble no habían más rastros de violencia.
Tremendamente sobresaltado, temiendo que su hijo hubiera sido víctima de un atentado por parte de los extremistas, mandó a llamar inmediatamente a sus guardaespaldas, que vigilaban el perímetro de la casa, y les ordenó peinar toda el palacete en busca de rastro de los atacantes.
Durante la pormenorizada revisión de la habitación del primogénito, oyeron un leve golpe proveniente del armario, se acercaron cautelosamente para abrir súbitamente sus puertas mientras apuntaban sus armas hacia el interior. Pasado el desconcierto inicial los guardaespaldas reconocieron en el rostro crispado de cabellos revueltos que ahora contemplaban al hijo del Primer Ministro.
No hubo forma de sonsacarle más de dos frases coherentes, de modo que lo llevaron de inmediato al hospital. Al día siguiente, luego de haber recibido una buena dosis de calmantes, el paciente narró su versión de los hechos al director del hospital. Quien, a petición del Primer Ministro, le atendió personalmente.
Luego de salir su padre al teatro se dispuso a dedicarse a sus estudios, abrió los libros y cuadernos sobre la mesa que tenía en su habitación, iluminó apropiadamente el lugar, quitó del campo visual cualquier objeto distractor y comenzó a meter la nariz en los textos. Tras avanzar unas pocas páginas cayó en la cuenta de que se sentía muy fatigado debido a la intensa sesión de natación que había sostenido con el hijo del Ministro de Defensa, por lo que bajó a la cocina para comer un refrigerio con el fin de reponer fuerzas para la noche de estudio que tenía por delante. La fuente de pastas con crema y carne molida no le supo rara, tampoco la cerveza ni el pastel de manzana que comió de postre. Entonces, con el estómago lleno, volvió a su habitación. Al poco andar se nuevamente se sintió fatigado, apoyó su cabeza sobre el libro, cerró los ojos por un instante para descansar la vista y respiró profundamente para recobrar el ánimo. La técnica dio resultado, pues cuando alzó la cabeza se sentía mejor, mucho más lúcido y enérgico. Ahora sí podía darse de lleno a la lectura, pero había un problema: el libro que leía ya no estaba en la mesa, de hecho ninguno de sus libros ni cuadernos se hallaban a la vista.
Desconcertado miró su habitación en todas direcciones: todo era semejante pero a la vez diferente. La mesa estaba vacía, las cortinas corridas y el armario cerrado. Hubo sí algo notorio, innegable, ominoso y completamente desconocido que le sobresaltó. Bajo la ventana, junto a la pared contraria a la puerta, frente al armario y detrás de la mesa de estudio había algo que el hijo del Primer Ministro jamás había visto.
Su contorno podría describirse como rectangular, siempre que se omitiesen las protuberancias esféricas que se erguían amenazantes sobre cada vértice. Su estructura no era regular, de uno de los lados más cortos, entre ambas esferas, se alzaba verticalmente una especie de placa delgada y opaca provista de un ininteligible relieve. Esta placa conectaba sin dejar intersticio ambos vértices. Lo más extraño era que su composición no uniforme: poseía un cuerpo central con forma de paralelepípedo tan largo y ancho como la estructura circundante pero más delgado, que parecía suspendido en el aire, en efecto de cada uno de sus lados largos pendían sendas capas de tejido provisto de pliegues del mismo color. Este cuerpo central exhibía una textura plana de apariencia suave, salvo en la zona aledaña al lado corto dotado de placa, donde un pequeño promontorio redondeado abarcaba toda la anchura de la superficie, pero no se extendía más de un quinto del largo total.
Horrorizado por la presencia de aquella cosa inexplicable el hijo del Primer Ministro acabó por inquietarse del todo, ¿dónde estaba?, ¿había sido secuestrado?, ¿si estaba en otro lugar por qué la habitación eran tan similar?, ¿qué era esa cosa? Sin llegar a elucubrar respuesta a estas interrogantes se deslizó hacia la puerta sin perder de vista la cosa. El picaporte giró casi sin esfuerzo. Bajó las escaleras, casi idénticas a las de su propio palacete. ¿Podía ser aquella su casa? Imposible, jamás habían tenido una cosa semejante. La sala principal se hallaba sumida en el silencio absoluto. Se arrastró entre el mobiliario, todo cubierto de una gruesa capa de polvo, hasta alcanzar la ventana más próxima, giró la manilla y la abrió mientras el aherrojado metal emitía un triste chirrido. Ya en el patio trasero, casi idéntico al de su palacete pero con la hierba crecida, el silencio solo fue quebrantado por el ulular de una lechuza. Ningún otro sonido delató la presencia de otras personas.
Resuelto a huir de un sitio tan aterrador como aquella réplica pervertida de su hogar avanzó paralelamente a la construcción en dirección a la verja trasera, pero un detalle le desvió de su ruta de escape. Una ventana de la planta baja estaba abierta de par en par. No pudo resistir el siniestro impulso de dar un vistazo al interior. Su estupefacción fue tal que ya no pudo despegar los pies del suelo: en el cuarto de estar del mayordomo había otra cosa semejante. Bajo la tenue luz de la noche nubosa pudo distinguir aquella peculiar forma (aunque este espécimen era más pequeño), las esferas sobre los vértices (que eran también de menor tamaño) e indeterminables formas que sobresalían del cuerpo central.
El horror más intenso se apoderó de él cuando un claro en las nubes dejó al descubierto la luna llena. La renovada luminosidad le permitió ver mejor la más retorcida escena de que se guarde memoria en los anales de la ciudad. Del lado de la placa, sobre el promontorio redondeado, emergía la cabeza —¡tan solo la cabeza!— del mayordomo. Ahora intuía que las formas protuberantes que poblaban el cuerpo central eran en realidad el cuerpo del sirviente.
El mayordomo estaba muerto, no había duda. No se movía y sus ojos estaban completamente cerrados. Aquella cosa, animal, demonio o lo que fuere lo había asesinado y ¡ahora lo devoraba!
De improviso el cuerpo central se estremeció, las promontorios que demarcaban la forma humanoide del cadáver en digestión se revolvieron, incluso la cabeza giró sobre sobre su eje sin abrir los ojos. Estaba en pleno proceso de fagocitación.
El grito de horror se le murió en la garganta mientras caía de espalda espasmódicamente. Por desgracia, las sorpresas no habían acabado, cuando volvió en sí estaba de cabeza sobre su mesa de estudio en su habitación. ¿La cosa lo había descubierto y ahora lo encerraba en la misma habitación nuevamente? Se volvió enseguida, pero no habían ni señas de ella. La habitación estaba tal cual la recordaba antes del primer avistamiento, los libros y cuadernos estaban abiertos sobre su mesa. Nada tenía sentido. Presa del pánico dio un salto, derribando la silla, la mesa, los libros y cuadernos, y corrió a encerrarse en el armario, donde le encontraron los guardaespaldas.
De inmediato el director del hospital comunicó a las autoridades la inquietante declaración. Se entrevistaron con el mayordomo, único aludido en la declaración del hijo del Primer Ministro, quien juró no saber nada al respecto. Ante la falta de cooperación lo interrogaron, el mayordomo siguió jurando que nada sabía. Los policías exasperados lo torturaron, pero no lograron sonsacarle nada nuevo. Como no se llegó a mayores progresos siguiendo aquella pista, el asunto se mandó al archivo.
Estos fueron los primeros casos reportados, de los tres terminó por enterarse el profesor Yamagué. Dado que era el único médico que había expuesto públicamente el fenómeno, fue contactado a los pocos días por el director del hospital, quien le confidenció los otros dos casos de que tenía noticia en su repartición pública.
Sus primeras pesquisas no fueron muy alentadoras. En el primer caso, el niño no tuvo jamás contacto directo con las Grandes Serpientes, mas sí estuvo expuesto a los heridos durante sus trabajos junto a la zona de cuarentena. Posteriormente el profesor Yamagué descubrió vino tinto de Los Cayos Blancos en su casa y, por la familia, supo que el padre acostumbraba darle en la cena un sorbo para habituarlo al sabor.
En cuanto al estibador, se sabe que estuvo presente en el ataque de las Grandes Serpientes, no fue atacado directamente, pero sí se mezcló entre la matanza, estuvo luego en contacto directo con los heridos durante la cuarentena y consumió en exceso vino tinto de Los Cayos Blancos.
Por último, el hijo del Primer Ministro no bebía vino tinto, dado que el Primer Ministro no gustaba de los productos importados por considerar su consumo una falta de patriotismo para con las industrias autóctonas. Por otro lado, no había tenido contacto alguno con las Grandes Serpientes ni con los heridos. No estuvo en cuarentena ni participó del voluntariado y en el hospital se le reservó una sala completamente aislada del resto de los pacientes.
Un caso con exposición directa a la Grandes Serpientes y a los heridos (el estibador), dos con exposición al vino tinto de Los Cayos Blancos (el niño y el estibador), otro sin ninguno de estos dos factores (el hijo del Primer Ministro); todos ellos ocurridos durante la misma luna llena. La conclusión no podía ser otra que la imposibilidad de arribar a cualquier conclusión. Tres episodios puntuales no eran suficientes siquiera para tomar en serio el fenómeno, Yamagué necesitaba más casos. Fue esto lo que declaró ante las autoridades sanitarias en su famoso “Primer Informe sobre la Nueva Peste”.
Pronto lamentó haberlo deseado. Por toda la ciudad lentamente proliferaron los reportes. En todas las clases sociales, en todos los barrios, en bebedores y abstemios, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, se reportaban más episodios. A tal punto llegó la masificación que las autoridades se vieron superadas en la contención de la información y los rumores se esparcieron: nos vigilan, nos devoran, yo también los he visto, ¿son reales?, vienen de Los Cayos Blancos, vinieron con las Grandes Serpientes, no son de este mundo, son un castigo, son demonios, son dioses…



(1) Capítulo aparte en la historia de la ciudad es el grosero desfalco del erario público perpetrado por el entonces secretario del Concejo que hizo imposible el financiamiento del plan de defensas mencionado.

(2) El Decreto de Emergencia Nº 9 penó con 50 azotes en la plaza pública la inasistencia injustificada al trabajo durante un mes. Este Decreto fue renovado durante 148 meses consecutivos.