sábado, 5 de febrero de 2022

Cuento. Séneca no lo escribió

¡¿Habrá acaso mayor vicio que el cometido por el falsificador y su comprador, quienes por no pagar el precio de aquello que pretenden comprar disponen contra el cielo la falsificación de aquello que dicen supuestamente anhelar, como si se tratase de la verdadera sabiduría, cuando no es más que la codicia de un intelecto inmaduro permanentemente sediento, como el viajero que en el desierto se extravía y ve, por efecto del calor tórrido, en cada duna un oasis y por esta quimera a cada tropelía, a cada impiedad y a cada crimen se arrojaría con falsaria esperanza, por no decir incultura, de confundir su ignorancia con virtud?!

¿Acaso otra probanza demanda tu razón? No hallarás entonces, siendo tú romano y varón excelente, mejor catalizador para tu entendimiento que el ejemplo de nuestros mayores, también romanos y varones, acaso más aún que en nuestra aciaga época en que las costumbres orientales mal ocupan el tiempo y las mentes de nuestros jóvenes, quienes, por medio de la noble legislación que nuestros juristas han preservado, ya desde muy antiguo, antes incluso de los tiempos del infame Tarquino el Soberbio, enemigo del todo el pueblo romano, castigaban severamente, inclusive con la muerte, la falsificación de moneda. No has de extrañarte pues no es crueldad el rigor en la ley del hombre cuando su verdadero asiento es la ley de la naturaleza, que es fuente de la legitimidad y medida de la cuantía de aquella, ya que nuestros ancentros acertadamente comprendieron que, así como el autor es a la obra, es el soberano a la moneda, la cual, de hecho, porta el regio viso forjado a fuego sobre el metal como seña de ello, entonces ¿cómo podría otro atribuirse su hechura o posesión si no ha pagado el tributo que exige a su verdadero autor, es decir, al soberano?

Y si todos estos argumentos, que he tomado de mi propia cosecha, pues también a mí me asiste el derecho de pensar, no te convencen, oh amigo, entonces agregaré nuevamente a estas humildes semillas el nombre, la fama y la sabiduría de quienes nos precedieron, pues inclusive entre la secta de nuestro enemigo -que el conocimiento debe ser como el mar, que de todos los ríos se nutre- es corriente y muy citada la divisa, no del todo desencaminada, según la cual:

Quien se apropia de lo ajeno, pronto verá lo propio perdido.

Así, ¿siendo lo propio el propio saber y la propia virtud cómo habría de enajenarse contra la voluntad de su creador? Quien así llegara a verse en posesión de tales tesoros en realidad de nada se apropiaría más que de su propia intemperancia, y el oro de las palabras se transmutaría en oropel frente a sus ojos incrédulos.

Para que estas verdades se asienten en tu razón mucho conviene, siguiendo los perspicaces preceptos de los Zenones, los Cleantes, los Diógenes, los Panecios y Posidonios y de tantos otros que han labrado en piedra en las mentes de los hombres los mandatos de la naturaleza, mi querido amigo, día a día practicar, adaptando tu alma a la forma de la verdad, en lugar de manipular la verdad hasta deformarla en falacia mutilada a imagen de la silueta torcida de un alma corrupta, a la usanza del vulgo que obra como un loco que intentara contener un sólido en un líquido y no viceversa.

He aquí el ejercicio que yo mismo pongo en acción en cada jornada al respecto: en cada ocasión en que a mis manos llegan ya las monedas ya las obras de los grandes, en papiros, libros o pergaminos o inclusive declamadas por los poetas, me retiro luego a mis predios y mientras paseo por mis viñedos y saludo con candorosa fraternidad a mis esclavos me cuestiono, por mí y ante mí, si habré dado a cambio de ellas lo que ellas requieren por su propio mérito para su propio artífice. Así, por ejemplo, si del soberano he recibido dádivas inquiero si efectivamente presté el servicio que, con tanta largueza, se recompensa; si del verdulero he recibido legumbres cavilo si por ellas habré pagado en metálico el justo precio que el justo comercio humano, pilar de la república bien ordenada, exige; no es distinto si a mis manos llega la Lógica de Aristóteteles, las Paradojas de Cicerón o la Eneída de Virgilio, debe entonces el varón de bien sopesar en su fuero interno si por estas cumbres del pensamiento humano, de mucha mayor valía que todas las monedas acuñadas con los rostros de todos los emperadores y que todas las legumbres del Nilo reunidas, habrá dado a cambio lo mínimo que ellas demandan: la moneda del quilaje y pesaje fijado al mercader y la eterna gratitud y mayor honra al autor.

Con igual fundamento y para emplear otras mejores palabras, compuestas con sutileza y hermosura que ya quisiera que Júpiter me permitiera alcanzar algún día, el poeta, no por casualidad, compuso los versos:

Hoy me libré de toda molestia
que turbase mi sagrado reposo
y sorteando trance doloroso
a salvo lo puse de la ira, bestia
impía, que suprime la modestia
de saberse un siempre pecaminoso
hombre cualquiera, simple y temeroso.
Cometen embarazosa inmodestia
quienes de la vida esperan aquello
cuyo precio pagar nunca pretenden,
mas, sin percatarse, la soga al cuello
se colocan y sus cabezas penden
del cadalso por perderse el destello:
no está fuera de sí el mal al que tienden.

Si en lo más hondo de tu entendimiento acunas estas verdades y las ejercitas con disciplina varonil obrarás, mi querido amigo, como un estoico verdadero y caminarás en compañía del mismísimo Sócrates por las humanas avenidas, bajo la complacida mirada de los dioses.