lunes, 16 de julio de 2018

5. Del rigor en la justicia

En aquella república el arte de administrar justicia alcanzó tal grado de perfección que pronto no hubo nadie para ser castigado ni nadie para castigar.


Extracto del Gran Manuscrito para los Perplejos de Irenko el Viejo

domingo, 15 de julio de 2018

4. En el principio fueron las Arañas

Sea del Hombre el don de la memoria,
pues de pasados milenios cantamos,
guíenos el Altísimo rogamos,
para darle a tal verdad mayor gloria.


Pesante y sinuosa es la trayectoria
de la Humanidad, creada por amos
crueles, monstruosos, viles. ¡Repudiamos
furiosos a la Araña vejatoria!


Del Tiempo del Cautiverio el relato
este trata, del humano lagar
donde medró el innombrable maltrato.


Mas quiso el Hacedor iluminar
insuflando en el Pionero el mandato:
del Hombre es deber jamás olvidar.


En el principio fueron las Arañas, que sobre la Meseta Llagado fueron señores y dioses, cada una sobre sí misma. Era el Mundo en ese entonces por entero desierto e ignoto y solo las Arañas hollaban con sus ocho patas las arenas primigenias.
Según hubieron de comentar largo tiempo después cada una fue arrojada a la existencia por separado y sin haber sido tampoco apercibidas de la existencia de sus congéneres. Largos eones erraron las Arañas sobre el Continente sin entender el porqué, ni el cómo, ni el cuándo. Sin embargo a sus corazones de acero estas preguntas poco podían importar realmente, pues lo único que les conmovió siempre fue el hambre, a cada una su propia hambre: excluyente pasión, destino y trayectoria trágica de los monstruos originales.
Hambre aguda y permanente padecían y no sabían la causa, solo sabían que la padecían y que alimento ninguno habían visto.
Así, durante miles, millones de años, fueron deambulando sobre la Meseta Llagada hasta trabar entre sí conocimiento. Acuñaron entonces el misterioso saber de la presencia de una pluralidad de seres como el propio, iguales y ajenos a la vez, múltiples y empero únicos. Pero como el hambre ancestral no cejó y no pudiendo saciarse de las piedras, ni del aire, ni del agua, ni de las hierbas, pensamientos malignos invadieron a los recientes individuos. Y hubo de ser pronunciada por vez primera sobre el Continente la palabra que nuestros antepasados declararon maldita: canibalismo.
Larga y cruenta fue la guerra que cada una libró contra todas las demás, y todas las demás contra esta y contra todas las otras, porque sus corazones no habían sido creados sino para la propia hambre. Todos los días torturaban, mataban, comían y reían, siempre reían.
Durante milenios perduró esta guerra, hasta que un miedo mayor que el hambre cerniose sobre las pocas supervivientes: ¿qué ocurriría cuando la última Araña victoriosa devorase, risueña, a la penúltima Araña perdedora? Largo tiempo cavilaron sobre esta posibilidad de que el éxito derrotara a la improbable ganadora. Y en cada tórax de cada octópodo anidó la duda.
En grande y pomposa asamblea congregáronse las Arañas para tratar el asunto de su inminente extinción. Largo tiempo discutieron mostrándose de cuando en cuando los colmillos unas a otras, pero también esgrimiendo agudas palabras y complejos razonamientos. Finalmente resolvieron que la guerra no podía continuar y que en su lugar tendrían que, de aquí en más, aprender a vivir juntas y en mancomunidad. Sin embargo quedaba irresoluto todavía un problema capital: ¿de dónde obtendrían los alimentos que acabarían con el canibalismo? Nombraron al efecto al mayor sabio que entre ellas había y econmendáronle la tarea de erradicar el hambre. Mientras tanto asentáronse en la Gran Quebrada, y construyeron sus solares y cuarteles en las Cavernas Perennes, que guardan el torrente del río Tremoro, que significa “el triste”.
Largo tiempo el Artífice caviló antes de arribar a su primera conclusión: que en el Mundo no había alimento alguno para su raza. Como ni la piedra ni el aire ni el agua ni las hierbas demostraron ser nutritivos, el Artífice dedujo que las Arañas no eran seres hechos ni de piedra, aire, agua o hierba, sino que estaban compuestos de una sustancia diferente de todas aquellas a la que llamó carne. Dado que lo semejante gusta de lo semejante, dedujo que tan solo la carne podría alimentar a la carne.
Mas este brillante razonamiento le regresaba a la cuestión cuya solución le era imperiosa. Volvió a filosofar encumbradamente el Artífice para comprender que solo cabía una posibilidad: debía crear carne nueva. Debía dar vida a una nueva clase de seres hechos de carne, que se multiplicasen y prosperasen, para que su raza no pereciera. Y así dos dones primarios vieron la luz el mismo día sobre el Continente: la Creación y la Ganadería.
Recordando el principio de la semejanza el Artífice decidió sacrificar a la araña más débil para  mezclar su carne con agua y envolverla en una pupa de seda de propia hechura. Dejó la pupa largo tiempo incubar en la humedad de las Cavernas Perennes hasta que de ella eclosionó una criatura inédita. Piel dividida en celdillas, ojos saltones, cuerpo alargado y resbaladizo, extremidades aplanadas: tratábase del pez primigenio. La creación probó ser útil a su propósito así que sin demora más y más peces fueron fabricados por las Arañas laboriosas, los que fueron criados en charcas artificiales excavadas en la frialdad de las cavernas.
Volvieron pues a comer hasta el hartazgo; volvieron a torturar, matar y reír. Pero durante el verano una inclemente tormenta azotó la Gran Quebrada y toda la Meseta Llagada. Desde el cielo descendió un diluvio que anegó las Cavernas Perennes, convirtiendo las charcas donde los peces esperaban su hora en un pequeño océano que fluyó hasta fundirse con el cauce del Tremoro y desembocar en la Panthalasa. Perdieron de este modo las Arañas su alimento al tiempo que poblábanse las aguas del Mundo con los nuevos seres emancipados.
Dado que las tormentas sucederíanse cada año, el Artífice resolvió probar otra fórmula. Ahora en la pupa de seda mezcló la carne sacrificada junto con piedra de las entrañas de la Gran Quebrada y al sol la dejó incubar. Eclosionó ahora un ser diverso de celdillas más ríspidas, garras y cola: el reptil originario. Su carne fibrosa satisfizo el hambre de las Arañas, por lo que ordenose su fabricación a gran escala y pronto un nuevo festín presenció la Meseta Llagada.
Pero el crudo invierno trajo el letargo y la congelación a los nuevos seres, cuyos jugos dejaron de fluir tibiamente dentro de sus cuerpos pétreos y ya no pudieron ser bebidos por las Arañas. Asumiendo el fracaso, los abandonaron a la intemperie. Pero con la llegada de la primavera, de súbito los reptiles descongeláronse y a ellos retornó su natural vivacidad. Ágiles como ellos solos, fácilmente escaparon de los desprevenidos carniceros para dispersarse en busca de tierras que fuesen más de su agrado. Fue de este modo poblado por vez primera el Continente. Y las Arañas volvieron a su hambre.
Nuevamente frustrado el Artífice ideó ahora una pupa rellena con la carne sacrificada y aire, en lugar de piedra, de la que emergió otro ser totalmente distinto de los dos anteriores: el ave primordial. Pero antes inclusive de que las Arañas pudiesen cebarse en las neófitas criaturas estas súbitamente extendieron sus extremidades y agitáronlas, elevándose hacia el aire, su elemento. Sin problemas ascendieron y ascendieron lejos de los insaciables colmillos de los arácnidos. Pobláronse así los cielos del Mundo y las famélicas Arañas debieron lamentarse una vez más.
Por cuarta ocasión el Artífice preparó una pupa con la carne octópoda, pero esta vez la combinó con un puñado de hierbas. De la pupa brotaron las bestias mamíferas en múltiples formas y tamaños. Ahora sí pudieron las Arañas comer hasta el hartazgo. Y no solo comieron, sino que conocieron la delicia de la sangre caliente, por la que ahora deliraban. Sin miramientos produjeron y faenaron a los jóvenes caballos, cerdos, vacunos, simios, felinos, caninos. Tal fue el frenesí, que abotagadas y embriagadas de tanta bacanal, olvidaron vigilarlos y durante aquellos años las criaturas maduraron hasta hacerse briosas y bizarras. Cuando los amos quisieron volver a probar bocado no pudieron siquiera hincar sus colmillos sobre las bestias mamíferas porque, las ahora grandes bestias, embistieron instintivamente contra sus creadores. Provistos del calor de su sangre y armados de garras, dientes y cornamentas lograron abrir una brecha en la falange arácnida, que permitió a los mamíferos más pequeños y avispados guiar la huída.
Innumerables Arañas perecieron ese día y tan dañoso fue el desastre que ya sin comida, heridas y diezmadas convocaron a nueva asamblea para exigirle cuenta al Artífice, quien había dado vida a seres siempre más nefastos en cada intento.
Bajo la amenaza de disolver su sociedad y retornar a la guerra natural se lo llamó al estrado. El Artífice explicó que le resultaba posible desencadenar nuevamente la Creación, pero esta vez sería necesario tomar en cuenta ciertas prevenciones dictadas por las fallidas experiencias sufridas. Declaró que la criatura definitiva debía ser de sangre caliente por su superior valor nutritivo y la especial delectación que despertaba en sus congéneres. Declaró también que debía ser diferente de los mamíferos iniciales, pues debía ser débil, desprovista de colmillos, garras o cuernos este ser no sería duro ni encumbrado, sus sentidos serían mediocres, su indefensa niñez prolongada y lento su aprendizaje. La asamblea oyó atentamente al Artífice para, luego de muchos devaneos y polémicas, votar por una quinta y última oportunidad.
Por vez postrera el Artífice rellenó la pupa con la carne sacrificada combinada con una pequeña dosis de cada uno de los elementos anteriores: agua, piedra, aire y hierba. Todo lo disolvió dentro y al sol dejolo cocinar. Nueve meses después pisó el Continente el primer hombre. Tras ser minuciosamente examinado el nuevo ganado satisfizo a todos los comensales. Se los produjo por miles y fueron destinados como prisioneros dentro de las Cavernas Perennes.
Pronto comprendieron que para que el Hombre engordara, se llenase de cálidos jugos y se multiplicase debía ser alimentado, pues no era capaz de granjearse bocado alguno de propia mano. Así que tendieron redes inmensas, de risco a risco, a lo largo de la Gran Quebrada. Los constantes vendavales de las tierras exteriores traían periódicamente semillas, esporas, aves y otros animales errabundos que quedaban indefectiblemente atrapados en La Red, de donde las pacientes Arañas los recogían y apilaban al interior de las Cavernas Perennes.
De esta forma el Hombre fue cebado por el Pueblo de los Hambrientos, prisionero bajo la roca, privado del sol y del viento. Allí nuestros ancestros fueron criados hasta antes de alcanzar la adultez, momento en el que eran faenados para deleite de los octópodos. Volvieron entonces las Arañas a torturar, matar, comer y reír. Y rieron esta vez con destemplada soberbia porque pensaron ser invulnerables y eternas, ya que creían haber dado con el ganado definitivo.
En aquellas sórdidas grietas el Hombre creció padeciendo frío, miedo y hambre ininterrumpidos. Los hermanos torturaban a los hermanos, los padres mataban a los hijos y los fuertes devoraban a los débiles, pero nadie reía.
Al contemplar su éxito sin precedentes las Arañas rápidamente olvidaron el miedo que les provocaba el hambre. Soberbia, pereza y gula camparon entre el Pueblo de los Hambrientos, asentóse el vicio y olvidose el hambre. En este nuevo y lisonjero estado por única vez en su historia alcanzado dejaron de termerla.  
Mas ahora que el hambre no inquietaba los corazones depredadores un nuevo temor pergeñose: ¿no había entre ellas uno tan sabio y poderoso que había desencadenado el don de la Creación? ¿No era él capaz de crear, ahora, seres ágiles como reptiles y fuertes como bestias a los que quizá sabría adoctrinar en contra de las otras Arañas? Convocaron pues a novísima asamblea con el pretexto de condecorar al Artífice por el hecho de sus maravillas. Y allí, premunidas de este alevoso y atrabiliario contubernio, dieronle muerte sin conmiseración alguna. Como final e infamante ironía arrojaron su cadáver dentro de las Cavernas Perennes para que las criaturas devorasen al Creador.
Y volvieron a reír.
Púsose fin por medio de este crimen al ciclo de la Creación.
Transcurrieron milenios de Arañas opíparas e imperturbables y Humanidad agónica, mas el reinado de los Hambrientos no habría de ser eterno.
La Historia no guarda registro alguno del nombre de quien vio caer aquel rayo sobre La Red y comprendió los estragos que el fuego producía en la fortaleza de los amos. Tampoco sabremos jamás las circunstancias de tan trascendente observación. Nunca sabremos si fue fruto de haberse alimentado el Hombre con la carne del Artífice, si esta nutrición especial amplificada a lo largo de miles de generaciones indujo en nuestros antepasados, insensiblemente, el arte nuevo del pensamiento; o si, en realidad, se trata de un don innato a todo el género humano. Lo único cierto es que en alguna jornada específica de aquellas inmemoriales edades un hombre, en realidad un niño, sintió nacer en su cabeza algo que, hasta entonces, había sido exclusiva potencia de las Arañas: tuvo una idea. La Idea primera e incausada.
Con un viejo madero desechado en cuya punta enrolló hilos de La Red improvisó lo que en nuestros días llamamos antorcha. Aguardó y aguardó durante años largos y tristes a que un segundo rayo golpeara la tierra a su alcance mientras combatía el hambre y el frío, mientras luchaba para no ser muerto y devorado por sus hermanos.
Y la Providencia no defraudó a este pionero, pues un nuevo rayo cayó justo donde debía. Seguramente valiose de la confusión en la guardia para acercarse a las llamas, encendiendo la antorcha, que blandió furioso contra sus creadores. Abrió su camino a llamaradas a través de la fortaleza y fuera de la Gran Quebrada hasta verse libre de sus perseguidores, quienes al poco andar desistieron de la innecesaria cacería de un único ejemplar del todo fungible.
Ocurrió luego el segundo milagro. Al principio su escape fue raudo e irreflexivo, solo pensó en sí mismo, en vivir un nuevo día y en especial en dejar de padecer su hambre. Sin embargo llegado un cierto punto en su trayecto y estando más sereno algo nuevo nació no de su cabeza esta vez, sino de su vientre. Algo que le impulsó a volver, algo que evidentemente no era la consabida hambre ni la reciente idea, potencias ambas que el Hombre comparte con las Arañas, sino algo completamente nuevo. Este primer pensador había inventado el amor.
Volvió entonces a hurtadillas El Incinerador a la fortaleza de la Gran Quebrada y allí prendiole fuego a la trama principal de La Red y a cuanta Araña en su camino encontró, carbonizó a los centinelas de las Cavernas Perennes y liberó a la Humanidad.  
Comenzó pues la peregrinación del Hombre sobre el Continente, muchos y muy cruentos serían los padecimientos que enfrentaría en las eras venideras. Fue este el hito que inauguró aquello que los antiguos sabios llamaron el Tiempo de la Libertad.
Y así cada puñado de fundadores emprendió un rumbo diferente, esparciéndose a lo largo y ancho de las cuatro esquinas del Mundo para que ya no fuera este desierto e ignoto.
Y desde aquel entonces el Altísimo Benefactor Dios -¡ensalsado sea!- descendió para fijar su mirada sobre los hijos del Hombre.
En cuanto a las Arañas nada es seguro. Privadas por gracia del Incinerador del ganado no tuvieron ya alimentos al alcance y privadas por propia culpa del Artífice no pudieron por sexta vez desencadenar la Creación. Fuerza es deducir que el miedo que les infundiera el Incendio de la Fortaleza llegó a ser tal que no se aventuraron jamás fuera de la Gran Quebrada, pues no son mencionadas más en las crónicas de los sabios posteriores. Se deduce entonces con segurísima seguridad que volvieron a lo suyo: la guerra y el canibalismo.


NOTA AL MARGEN: ¿Quién sabrá si luego de transcurridos tantos milenios y milenios de milenios quizá esté aún oculta la última Araña de los Días Antiguos, del Tiempo del Cautiverio, en la Gran Quebrada? Esta Araña victoriosa ciertamente ha de ser la más fuerte, astuta y afortunada de cuantas sobrevivieron a la Liberación, pues pudo devorar a las demás. Y posiblemente esta Araña, la última, estará agazapada en su escondrijo, solitaria, hambrienta y temerosa. Posiblemente estará aún aguardando tras eones de abandono y en su espera se estará preguntando ahora mismo el porqué.

jueves, 5 de julio de 2018

3. En memoria de los hombres que dan cuerda al Mundo


Pertenece el fragmento al que ahora daremos solemne lectura a los restos de las que, según los filólogos, fueron las Crónicas de Dimetrón, perdidas milenios ha en el incendio de la Suma Biblioteca de Gorka durante el sitio de Uqbar. Quiso Dios -¡ensalzado sea!- en su infinita sabiduría y piedad salvar este trozo chamuscado del pergamino original. De la identidad de quien recogió los restos, contraviniendo expresamente la cédula simbálica de Gilmorán II, no estamos ciertos, pues largo ha sido el recorrido que hasta nosotros trajera la última pieza del conocimiento de los Antiguos Patriarcas. Sean la paz y la luz del Hacedor con todos aquellos bienaventurados que presten oídos a estas palabras, desaparecidas tiempo ha.




… “Hecho el Mundo y derrotadas las Arañas viose libre el Hombre y de la Meseta Llagada descendió hacia los [palabra ilegible] exteriores del Continente…


[Párrafo ilegible]


… De este modo encontráronse los davaná en una tierra nueva, fértil y voluptuosa, provista de ríos, lagos y contigua a la Panthalassa. Allí asentáronse y levantaron hermosas casas de ladrillo para cobijarse de los elementos y de las bestias.
Durante siglos cosecharon abundantes vegetales gracias a sus arados de noxomilita, que nunca se hollaban ni oxidaban, y tuvieron por ganado a los más suculentos y serviles puercos, corderos y bovinos.
Mucho progresaron en los dominios del conocimiento. Grandes maestros fueron de la poesía consonante, asonante y libre, que escribieron en libros fabricados en grandes prensas accionadas por palancas. En geografía especularon sobre los límites del Continente y la Panthalassa, estableciendo que ni el uno ni el otro pueden ser infinitos, pues son limítrofes entre sí y nada constreñido por límites ha de ser infinito. Confirmaron de esta forma el primer axioma de su doctrina, aquel que reza que nada infinito puede haber. Y la mayor parte de sus horas de ocio, que eran abundantes porque producían con su industria mucho más de lo que necesitaban, las dedicaban a los más elevados dominios del saber.
Como es sabido, de las artes mecánicas fueron también grandes maestros. No solo crearon las prensas que produjeron libros por miles, sino que también usaron la fuerza de los ríos para mover los fuelles de los hornos en los que fundían la noxomilita. Crearon, para regocijo de sus almas curiosas y juguetonas, hermosos artilugios esféricos de noxomilita  provistos de un tubo saliente torcido hacia un costado. Cargaban agua en él y aplicaban el poder del fuego sobre el agua contenida: esta enrarecíase, enfadábase y escapábase silbando por el tubo, haciendo girar sobre su propio eje la esfera de noxomilita. Como este crearon muchos otros maravillosos e ingeniosos juguetes mágicos, que fueron tenidos por los mejores y de más alta hechura por todas las Tierras de Bür y más allá.
Pero si hubo ámbito alguno del conocimiento en que fueran únicos, fue en sus opiniones filosóficas sobre la divinidad. Los davaná en su origen y no sin incurrir en atroz impiedad negaron la existencia del Hacedor. En efecto, durante siglos vivieron sin rendir culto alguno, descansando soberbios en su filosofía y su técnica que todo lo explicaban y dominaban. Cuando alguien del pueblo osaba inquirir sobre el Mundo un hecho no explicado por los sabios los más agudos filósofos congragábanse en la plaza pública para solucionar tan fundamental problema.


—Decidme bondadosos sabios: ¿cómo explicais la lluvia, dadora de vida y caída de los cielos, sin postular una voluntad más alta y benefactora que nos la obsequia?
—Toda vez que llovió le antecedieron nubes grises y amenazantes en los cielos. Forzoso es entonces deducir que las nubes del cielo no pueden sino ser agua disgregada y enrarecida, momentáneamente suspendida en el aire, a la espera de precipitar.
—Si como decís fuera, decidme entonces jóvenes filósofos: ¿cómo podría aquel agua haber llegado a los cielos sin que una voluntad que todo lo puede allí la hubiese puesto?
—Fácil nos la ponéis, buen anciano: aquel agua no puede sino ser la que los ríos, lagos y la Panthalassa expulsan con sus cascadas, mareas y olas hacia el aire. Por lo que forzoso es admitir que el agua de aquí abajo es la misma que allí arriba pende en forma de nube, que luego precipita hacia abajo y así sucesivamente.


Y todos los presentes maravilláronse de la agudeza de los filósofos y de la perfección del ciclo que describían, que no podía sino ser la más completa y fidedigna explicación de la verdadera naturaleza de la lluvia. Mantuvieron, de esta suerte, los davaná durante milenios sus heréticas opiniones mientras seguían progresando y prosperando.
Pero un día presentose un anciano del pueblo en la plaza pública, quien pidió congregar a los sabios para consultarlos, y así habló:


—Vosotros, sabios, habéis admitido con gran pompa que nada infinito puede haber y también que todo lo que es ha sido creado. Entonces el Mundo, que es, debe haber sido creado o bien no podría existir. Todo lo creado es creado por algo o alguien. Este Creador (el creador del Mundo) no puede sino ser una voluntad omnipotente y anterior a todo cuanto es. Ahora bien, ¿aquel Creador ha sido también creado por otro? ¿y este último por otro y así hasta el infinito?


Atronadorísima fue la conmoción que suscitaron estas palabras entre todas las gentes del pueblo allí presentes y largo rato los filósofos murmuraron perplejos entre sí. Finalmente el más joven de ellos respondió al anciano:


—Agudas son tus palabras, noble anciano, y no podemos sino admitir que es forzoso postular la existencia de un Creador del Mundo, pues como bien habéis dicho todo lo que es ha sido creado y el Mundo no es excepción a tan evidente axioma. Sin embargo, aquel ser Creador no puede haber sido, a su vez, creado por otro y así sucesivamente, puesto que nada infinito puede haber. Por lo tanto conjeturamos que solo hubo un Creador originario que dio forma y sustancia a todo el Mundo, al Continente, a la Panthalassa y a las Arañas. Y este ente y solo él es excepción al segundo axioma, pues existe sin haber sido creado.


Mucho sorprendiose el pueblo de las nuevas palabras de sus más elevados filósofos. Y todos los presentes largo tiempo cavilaron evaluando su verdad o falsedad. Hasta el anochecer todo el pueblo davaná razonó y departió para acoger en lo profundo de su entendimiento la evidencia y virtud de la nueva doctrina. Por primera vez en su historia los davaná aceptaron la existencia de la divinidad. Pero antes de dispersarse el pueblo para volver a sus labores un niño sorprendió a los sabios con esta pregunta:


—Y este Creador debe ser un hombre muy poderoso... ¿deberíamos entonces intentar ganarnos su favor?
—Aquel Creador no puede ser un hombre, pues su único ser consiste en crear el Mundo. Con posterioridad a la creación forzoso es suponer que el Creador ha de retirarse en los siderales abismos vacíos para dedicarse meramente a contemplar su obra, qudándole vedado alterar el curso de los acontecimientos del Mundo, pues nada puede alterar las firmes regularidades que gobiernan los fenómenos mundanos como la lluvia y los desplazamientos de los astros.


Vivieron así los davaná felices y en paz imaginando al silente Creador que su doctrina ahora postulaba durante muchos milenios. Pero volvieron a surgir dudas filosóficas entre los ciudadanos, ya que ¿cómo puede un Creador omnipotente, que insufló vida al Mundo, estar impedido de perfeccionar su propia obra como haría todo artífice virtuoso? En efecto, los filósofos luego de latas y arduas polémicas tuvieron que admitir que este Creador no puede verse constreñido por leyes de su propia hechura, del mismo modo como no manda el martillo al herrero o el óleo al pintor. Por lo tanto el Creador puede intervenir, en todo momento y circunstancia, derogando momentánea o permanentemente las leyes, que rigen los fenómenos mundanos, que él mismo ha creado. Así, cuando se desata una tormenta inesperada o muere accidentalmente un hombre, no es realmente una casualidad propiamente dicha, sino que es obra del Creador, quien actúa enmendando su proyecto según sus insondables propósitos.
Entonces los davaná, por vez primera, conocieron el miedo. El Creador que ahora postulaban sus filósofos podía ser un poderoso amigo o un enemigo igualmente poderoso. Intentaron de allí en más, por todos los medios, ganarse el favor del incontenible Ser Original: ofreciéronle fastuosas libaciones de los más suculentos manjares, edificaron colosales monumentos en su honor, arrojaron millares de monedas de oro a la Panthalassa como obsequio, nunca más osaron emprender gran acción alguna sin antes preguntarse si el Creador la aprobaría o condenaría.
Transcurrieron los años y como los intentos de los davaná de agradar al Primer Ser nunca probaron ser definitivos (1) comenzaron a inquirir nuevamente sobre Él. La respuesta de los sabios no fue otra que deducir, a partir del errático comportamiento del Creador, que no podía tratarse de un solo ser, sino que debían haber muchos Creadores parciales que en mancomunidad crearon el Mundo. Por otro lado y según el axioma que reza lo semejante gusta de lo semejante llegaron a la conclusión de que los Creadores parciales dividiéronse el Mundo en parcelas definidas que regentaría cada uno. Así un Creador de agua se encarga de los fenómenos relativos al agua, otro de acero interviene en las guerras, un tercero de fuego mueve el Sol, el cuarto que está hecho de piedra se ocupa de los terremotos y de este modo para todo.
Tal como los Seres Omnipotentes dividiéronse sus soberanías sobre el Mundo, dividiéronse los davaná del mismo modo sus obligaciones religiosas. Un grupo del pueblo encargóse de rogar y agradar al Regente de la Tierra, pidiéndole que no produjera nuevos sismos. Otro grupo encargose de alabar al Regente del Sol, suplicando que no revocara el movimiento regular del astro rey y así sucesivamente para cada uno de los Creadores parciales.


[Párrafo ilegible]
Pero las dificultades persistieron. Tampoco ahora pudieron los davaná estar completamente seguros del favor de los varios Regentes. Así que dedujeron que, en realidad, no puede haber un solo Regente para el agua, sino que hay uno para cada clase de fenómeno que padece el agua. Hay, pues, un Regente para las cascadas, que es una caída de agua violenta, y hay también uno para el vertimiento de un líquido de la botella a la copa, que es una caída de agua suave. De esta forma dividiéronse nuevamente los grupos del culto en grupos aún más pequeños dedicados, ahora sí, a la adoración de cada uno de los verdaderos Regentes de cada fenómeno dentro de cada género.


[Párrafo ilegible]


[Fragmento ilegible] … Mas ¿no es la caída de un árbol hoy totalmente nueva y original comparada con la caída del árbol de ayer y del de mañana? ¿qué podría haber de común entre ambos sucesos? Ciertamente nada, pues, la palabra “caída” no es más que una burda simplificación que no puede referirse a ninguna entidad determinada. Cada día que sale el Sol, cada jarrón que se quiebra, cada animal moribundo es un fenómeno único e irrepetible en su tiempo y espacio propios cuyo lugar no podrá ser jamás ocupado por otro igual. En consecuencia, concluyeron los filósofos, forzoso es admitir que cada fenómeno individual, en su tiempo y espacio específicos, tiene su Regente específico. Nuevamente volviéronse a dividir los davaná en sus obligaciones religiosas y como ahora ya no tenían bienes para obsequiar ni alimentos para sacrificar, agotados todos en sus ruegos a la divinidad, repartiéronse la comunicación con los Regentes entre todos.
Y así, cada vez que trinó un ave hubo un davaná que, ocupado en la solemnidad del entendimiento, pensó en ello y rogó por ello. Y cada vez que una ola azotó la costa fue porque un davaná así lo pensó y deseó.


[Párrafo ilegible]


Hicieron, pues, los davaná su último juramento y dispersáronse por las cuatro esquinas del Mundo para pensar cada uno de los fenómenos individuales de cada una de las cosas mundanales, en cada tiempo y cada espacio, en el acto mismo en que han de suceder; con el fin de mantener las regularidades del mundo intactas, conservando el pasado inalterado y el futuro abierto.
Y desde entonces, con piedad infinita, dan cuerda al Mundo.


Sea la paz de Dios -¡ensalzado sea!- con todos y cada uno de ellos.”



La paz y la luz sean con vosotros, sabios auditores, que habéis oído el último testimonio de nuestros ancestros. Dése solemne clausura al DCCCLXIV Alto Concilio Extraordinario de la Legislatura del Templo de Sanfineo-Al-Mahem. Tradúzcase, publíquese y cúmplase.



(1) Cuenta la leyenda sobre un potentado que, ya mayor y temeroso de la muerte, liquidó todo su patrimonio (que era mucho muy cuantioso) arrojándolo a la Panthalassa al tiempo que suplicaba al Creador vivir eternamente. Aquel hombre logró vivir otros asombrosos cincuenta y dos años. Mas, llegado aquel plazo expiró como cualquier otro. Mucha perplejidad levantó este suceso entre todas las gentes del pueblo. Algunos sostuvieron que el Creador no gusta de las riquezas, mas si así fuere ¿por qué concedió cincuenta años más de vida al anciano? Otros, por el contrario, especularon que, efectivamente, el Creador concediole la vida eterna al hombre, pero que con el tiempo este cometió algún acto desagradable a los ojos del Supremo Ser, razón por la cual (en su omnipotencia) revocole la gracia concedida, produciendo su fallecimiento. Otros más pragmáticos, especialmente de entre aquellos de la casta de los mercaderes, osaron sencillamente tasar la cuantía de la riqueza arrojada a la Panthalassa en cincuenta y dos años. Fue ese el hito fundacional de un nuevo y pingüe mercado.


miércoles, 4 de julio de 2018

2. El Pueblo Fiel


[Fragmento del parágrafo CLIV, de la sección XXXVIII, del capítulo LXXXVI, del tomo XXII del resumen de La Bizarra, Edificante y Tres Veces Verísima Historia Testimonial de los Hombres Interiores de Sogg de Antalesia, protector de las artes y las ciencias.]


De los antiguos pueblos que vivieron y murieron cuando el hombre aún era joven ninguno cultivó el fanatismo por el arte de la profecía más que los cattios, nombrados así en honor a su primer patriarca, Catt I el Fiel, quien recibió de manos del mismísimo Dios -¡ensalzado sea!- en la Meseta Llagada el Gran Libro del Futuro.
A diferencia de los setrakitas y los maránobos los cattios nunca desarrollaron un sistema propio para la predicción. Fueron siempre orgullosos practicantes y defensores de la veracidad y exactitud de las revelaciones contenidas en el Gran Libro, tanto así, que conformáronse hasta su final con el futuro que su remoto pasado les dictaminó en el origen de su peregrinación por el Mundo. Y no hubo ni habrá jamás otro pueblo tan devoto y piadoso como ellos sobre el Continente.
Cuenta la leyenda que en el inmemorial pasado del Mundo, en las tierras interiores, viose el Pueblo Fiel [que así les llamó Ishcal en sus Notas del Hombre Joven] deambulando por las estepas cuando, una noche cualquiera, indistinta de todas las frías noches interiores, vieron sobre la Meseta Llagada una luz parpadeante como una estrella, pero que desplazose en el firmamento velocísimamente para prontamente desaparecer. Solo Catt, el empastador de libros, y un puñado de sus valientes allegados vencieron el miedo para subir al monte al encuentro de Dios -¡ensalzado sea!-. A la noche siguiente bajó Catt con sus hombres [los cattios originales] del monte Protrubio [que significa “el primero”] cargando el Gran Libro. De lo que allí vieron u oyeron la leyenda solo cuenta que el voto de silencio que Catt les obligó a contraer no fue quebrantado jamás ante paisano ni ante extranjero ni bajo recompensa o tortura. Comenzaba así la Historia para el Pueblo Fiel.
Congregáronse en torno al valiente patriarca todas las gentes del pueblo para oír las buenas nuevas que el mismísimo Dios -¡ensalzado sea!- les había encomendado. Leyó Catt la primera sentencia del Gran Libro, que contenía la primera profecía, tal como sigue:


[1º] Será Catt rey sobre la Meseta, señalado como el primero. Será omnipotente e incuestionable, rico y poderoso, y a nadie más que a él serale permitido tocar o leer el Libro.


Y el pueblo maravillose de la solemnidad de las palabras que Dios -¡ensalzado sea!- les dirigía, quien les hablaba como hablaría un padre a su hijo.
Reinó así Catt férreamente sobre su pueblo. Los impuestos en oro fluían como ríos a su tienda, haciéndolo tan rico como la profecía señalaba. Los hombres de todas las clases postrábanse ante su poderío y sus enemigos eran vencidos por las sangrientas lanzas guiadas por el destino. Cumplíase la profecía cabalmente.
Pero llegó el día en que, para grande tristeza de los cattios, Catt hubo de dejar este Mundo. Ya en su última enfermedad presentose ante el pueblo para leer la segunda sentencia del Gran Libro antes de expirar, tal como sigue:


[2º] Catt el Primero nombrará a su heredero de entre los leales del pueblo y será este fuerte y virtuoso. A la muerte del Primero será aquel rey, omnipotente e incuestionable, rico y poderoso, tal como Catt el Primero. Y será esta la tradición de cada rey del Pueblo Fiel hasta su final.


Nombró Catt en efecto a su sucesor, que hubo de adoptar el nombre de Catt II, para al poco tiempo dejar este Mundo con hondo pesar de todas las gentes del pueblo y duelo oficial por más de siete veces siete días. Mas algunos codiciosos osaron desafiar la palabra de Dios -¡ensalzado sea!- alzando armas contra el nuevo y legítimo rey.
En la víspera de la batalla Catt II presentose ante sus súbditos para leer la tercera sentencia, tal como sigue:


[3º] Triunfará Catt II sobre sus enemigos y todo aquel que junto a él combatiere triunfará también para compartir, feliz y opulento, el botín extraordinario y para ver la prosperidad del Pueblo Fiel. Todos aquellos que fueren derrotados serán exterminados, tanto ellos como sus familias, hasta no dejar huella alguna de su ascendencia o descendencia.


Tan pronto corriose la palabra entre el pueblo la nueva profecía milagrosamente volviose a cumplir. La gente en masa acudía a Catt II para enrolarse en su soldadesca y regimientos enteros de arrepentidos volvían desertando del bando subversivo. El día de la batalla, antes incluso de trabada, los propios capitanes rebeldes entregaron la cabeza del caudillo sedicioso, rogando el perdón del rey. El pueblo aplaudió su piedad para con la profecía y vitorearon misericordia para con ellos. Pero Catt II, igualmente fiel que su antecesor, les recordó circunspectamente que el propio Dios –¡ensalzado sea!- mandaba que fuesen todos exterminados hasta el último descendiente y el primer ascendiente sin excepción. Y así procedió Catt y su gente a pasar a cuchillo a todos los rebeldes, sus padres e hijos, abuelos y nietos. El pueblo piadoso, como siempre, resignose de buen corazón ante su divino destino.
De esta suerte transcurrieron centurias para el Pueblo Fiel durante las cuales cada sentencia del Gran Libro del Futuro resultó ser cierta. Con cada profecía cumplida el pueblo allegábase más a sus legítimos gobernantes y más piadoso volviase.
Pero en el centésimo sexagésimo segundo día del tricentésimo décimo séptimo año del vigésimo segundo milenio [año 22.317 en la cuentas largas de los cattios], desde el Gran Monte Septentrional [aquel que Irenko el Viejo llamó el Zchenitz], llegó con el viento un alarido que nunca antes resonara sobre la Meseta Llagada. Descendieron entonces las Grandes Serpientes sobre las tierras de los cattios, trayendo miedo y desolación. Destruyeron las cosechas, derribaron las carpas, espantaron a los jumentos y depredaron a débiles y tullidos. El Pueblo Fiel combatió a los nuevos invasores, pero a pesar de su entereza más y más terreno cedían cada día. Entonces el rey Murat CXLII anunció a su pueblo la centésimo trigésimo cuarta sentencia del Gran Libro del Futuro, tal como sigue:


[134º] Peregrinará el Pueblo Fiel hacia el levante, dejando la Meseta Llagada a los nuevos invasores para que en ella sacien su locura y su hambre, hasta encontrar nuevo hogar donde prosperar.


Mandó el rey Murat desmantelar todas las carpas, arrear lo que pudiese llevarse, lo que no mandó dejarlo tal como estaba, para esa misma noche emprender la Primera Gran Marcha. Vagaron los cattios por el interior del Continente padeciendo frío, hambre, sueño y penas por miles. Muchos hombres perdiéronse en la travesía, tantos que su diezmado número nunca volvió a recuperarse. Vagaron lacerados por la tristeza del exilio pero a la vez con templanza, sabiendo que la mano bondadosa de Dios -¡ensalzado sea!- los guiaba hacia su nuevo hogar. Fueron entonces sus esperanzas colmadas cuando al alba del cuarto día del milésimo bicentésimo décimo octavo año de su peregrinación [año 23.535] vieron por vez primera desde el monte “Proternio” [que significa “el último”] la Panthalasa.
Los corazones de los fieles ilumináronse nuevamente viendo el azul que todo lo cubría hasta el infinito y todos estuvieron de acuerdo en que los siglos de errar les serían compensados largamente por el Hacedor. Compadeciéronse de las generaciones anteriores y también de las venideras; de las unas porque nunca verían lo que ahora ellos veían, de las otras porque nunca sentirían el asombro y la admiración como ellos ahora los sentían. El rey Salmando XXXVIII salió de su regocijo tan solo para dar solemne lectura a la centésimo septuagésima sexta sentencia, tal como sigue:


[176º] El Pueblo Fiel montará carpas junto al azul infinito y allí vivirá nuevamente feliz.


Todo fue hecho tal como lo mandaba Dios -¡ensalzado sea!- para gran sosiego y solaz de todas las gentes del pueblo. Fue esta la Segunda Paz que por muchos siglos gozaron los fieles. Abundante fue la pesca, robustas las cosechas y los hombres amáronse y auxiliáronse mutuamente como hermanos.
Pero el vigésimo séptimo día del centésimo noveno año del cuadragésimo séptimo milenio [año 47.109] procedente del norte, bordeando la costa, llegó cabalgando un extranjero envuelto en telas y ataviado solo con un schermok. Pidió hablar con el rey, en ese entonces Disino XXXIV, y frente a todo el pueblo hizo sonar su aborrecible instrumento para luego dar lectura conspicua a la cédula simbálica, tal como sigue:


Según solemne decreto juramentado del Simbal, Gilmorán II el Conquistador, señor innato de Palás, hermano carnal del Sol y de la Luna, nieto y senescal de Dios -¡ensalzado sea!-, gobernante supremo de los reinos de Maccadia, Uqbar, Nurtarión, Dimar Oriental y Occidental, emperador de emperadores, soberano de soberanos, inigualable jinete jamás derrotado, firme centinela de la tumba de Al-Unar, delegado del poder divino, esperanza y confort de los Causales, cofundador y gran defensor de los Anti-Causales, Ministro Avizor del Alto Culto, portavoz de las buenas nuevas, convocador de la guerra y la tempestad, Maestro de Ceremonias vitalicio y eterno de la sagrada Caballería Abanaki, incinerador de la Suma Biblioteca de Gorka y un largo etcétera… se les ordena, gentes extrañas, rendirse inmediatamente y sin oponer resistencia alguna, so pena de ser exterminados y para siempre erradicados de la Historia del Continente y la Panthalasa.


Grande fue el estupor de todos quienes allí congregados oyeron al mensajero pronunciar su ultimátum. Pero el rey Disino, para tranquilizar al pueblo, decidió consultar el Gran Libro sobre tan seria amenaza. Leyó en voz alta, frente a su gente y frente al mensajero, la milésimo septuagésima tercera [y la última] sentencia, tal como sigue:


[1.073º] Irá el Pueblo Fiel a la Guerra contra sus enemigos. Todos los individuos, jóvenes o viejos, tullidos o sanos, portarán cada quien un arma. Y en el campo de batalla, todos y cada uno, serán asesinados y allí sus cuerpos abandonados a merced de los animales y los elementos. Todos menos uno, que será el último rey, a cuya muerte el Pueblo Fiel para siempre habrase extinto. Sea esta la palabra de Dios -¡ensalzado sea!-, quien manda además que El Gran Libro del Futuro sea arrojado a las aguas inquietas de la Panthalasa para nunca más ser leído por viviente alguno.


Y el rostro del rey Disino ensombrecióse y el pueblo calló y el extranjero rió. Pero aún así todo hízose tal como fue ordenado. Nombró el rey Disino a su sucesor, quien hubo de adoptar el nombre de Proternio [que significa “el último”], y junto a todo el resto del pueblo preparó la batalla. A cada quién un arma entregó, pero no habiendo suficientes para tantos brazos, equipó a los sobrantes con azadas, palas, palos y piedras. Y marcharon a la batalla, dejando al nuevo rey Proternio I solo en el campamento. Tal como rezaba la última sentencia, fueron todos allí degollados, al compás de la sinfonía de los schermoks, por el solitario explorador que había proferido el ultimátum enviado por el Simbal Gilmorán II. Y quedáronse allí sus cuerpos para corromperse y desaparecer.
Vagó Proternio por el interior del Continente. Durante años tuvo pena y rabia, pero siempre piadoso nunca blasfemó ni atreviose a cuestionar la voluntad del Hacedor. En el vigésimo tercer año de su deambular [año 47.124] vio de nuevo la Panthalasa. Contempló allí, con el corazón henchido, una apacible aldea de hombres libres e inocentes y en ella quiso quedarse. En el pueblo de los pescadores fue recibido y atendido como refugiado de alto honor diplomático. Alojose en casa de Juan el pescador, donde fue tratado como un padre por aquel [que era muy joven].
Durante años Juan cuidó de Proternio. Juntos vieron pasar los días y las noches mientras Proternio le narraba las aventuras de su pueblo, que recitaba como de memoria. Le habló de Catt I, del Libro, la Rebelión, las Grandes Serpientes y la Huida, La Primera Gran Marcha, La Segunda Paz, los abanaki, la Última Sentencia, la batalla y de la destrucción del Libro en las aguas inquietas de la Panthalasa para nunca más ser leído por viviente alguno. Juan compadeciose de su amigo y díjole con sabias palabras llenas de amor:


Aún es tiempo. Aún puedes multiplicarte y prosperar y levantar nuevamente al Pueblo Fiel.


A lo que Proternio replicó sereno:


¿No lo entiendes Juan? Soy el último Fiel, fiel permaneceré.


Y Juan lloró.
Murió Proternio a los pocos años y junto con él todos los suyos. Y nunca más hubo ni habrá sobre el Continente otro pueblo tan devoto y piadoso como aquel.
Fueron estos los cattios, el Pueblo Fiel, de ellos solo nos queda el nombre y la leyenda.
Juan y los suyos no fueron fieles. Ellos se multiplicaron y prosperaron.



* Las anotaciones entre [ ] pertenecen a Nicodeneo el Búrat, CCLXXI Edecán del Alto Cenáculo de los Causales Soggistas de Antalesia, legítimo sucesor en línea directa del Gran Sogg de Antalesia, protector de las artes y las ciencias.