jueves, 16 de agosto de 2018

Cuento. Tragedia griega II

Catorce años, dos cortes de muñecas, padre ausente, comuna periférica, liceo público.


Preferentemente toma la micro, le gusta ver las calles pasar a través de las ventanillas (le parece como una película, pero no sabe explicarlo). Hace la cimarra regularmente, las clases le aburren y encuentra muy pendejos a sus compañeros. Desde el año pasado bebe, al principio era solo para probar, más tarde para no quedar como cabra chica. Fuma regularmente cigarrillos que le pide coquetamente a los transeúntes. No asiste a los actos de la junta de vecinos porque para ella las palabras comunista, facho, dictadura y democracia son sinónimos perfectos y no significan nada.
De vuelta del liceo se baja algunos paraderos antes para caminar por las calles interiores el trayecto que la separa de su pasaje. Toda persona con un mínimo de mundo y buen gusto pensaría que aquellos barrios son ruinosos y sórdidos, pero ella deambula por sus calles con el cariño que se le guarda a los defectos propios. Hace unos meses durante su regreso a casa vio un cachorro abandonado, lo recogió y lo adoptó, pero su mamá la descubrió, tiró el perro a la calle y le pegó. Lloró un poco, cada día llora menos (ella cree que la gente fuerte no llora).
El mes pasado huyó. Fue al llegar, justo al frente de su pasaje, cuando se le ocurrió la idea. En su mochila guardó algunas pocas cosas necesarias. Recorrió las aceras a paso lento, saboreando cada detalle, en dirección al lejano centro. Pasó por una casa abandonada, visiblemente descuidada y siniestrada y con ella se identificó. Allí pasó la noche, incómoda y entumecida. Ese día y esa noche de otoño se sintió (por única vez) eterna. A la mañana siguiente volvió porque recordó a su hermano, al menor por cierto, pues al mayor hace años que le perdió la pista (su madre nunca habla de él).
En unos diez o doce años desviará su camino de vuelta del taller para pasar por aquella casa que la acogió esa noche en que se sintió libre y sonreirá. Caminará el trayecto restante pensando en condicional: ¿y si hubiese sido distinto?, ¿otro barrio?, ¿otra familia?, etcétera. Para el día siguiente ya habrá olvidado la mayor parte de esas preguntas que se habrá hecho a sí misma o probablemente a Dios, en quien a veces piensa como si fuese un hombre de carne y hueso. Dormirá con un vago temor, pero en especial con cansancio.
Sea esto y todo lo demás su tragedia.

viernes, 10 de agosto de 2018

7. De los justos equilibrios del poder

De poco sirvió la prosperidad de aquella república para contentar a los hombres de las provincias, quienes con justa razón levantaron querellas y discursos denunciando la prepotencia de la capital, desnudando los abusos de los funcionarios centrales y abogando por una justa distribución del poder.
En efecto, se habían registrado ya casos por montones, de todas las naturalezas y magnitudes, que no hacían más que llamar la atención de los ciudadanos respecto al desmesurado centralismo, que como un cáncer, consumía al Estado y asfixiaba a sus súbitos.
Registran los cronistas la situación de un ciudad meridional cuyo ayuntamiento, diseñado por arquitectos capitalinos, no contaba siquiera con chimenea para enfrentar el cruel invierno sureño. Carencia tal suscitó la ocurrencia, muy folklórica y lógica por parte de los lugareños, de encender una hoguera en el salón central, dando como resultado nada menos que el total incendio del edificio junto con varios de sus ocupantes. Culpa de los centralistas clamó toda la ciudad al unísono al contemplar las ominosas ruinas mientras alzaban los puños en dirección al norte, intentando un gesto de amenaza contra la omnipotente capital, que se situaba justamente en el centro del país (no por nada se hablaba de centralismo).
Se sabe inclusive que los arrogantes burócratas del gobierno central mandaron a construir, en una célebre ciudad del desértico norte, tajamares para el riachuelo que la atravesaba, dilapidando el erario público en meros caprichos ornamentales. ¡Y peor aún! Ni siquiera se encargaron de su mantenimiento, que con sorna delegaron en los dignatarios locales, como si de una servidumbre menor se tratase. Por esta razó no pudo ser prevenida la Gran Inundación, de cuyas luctuosas consecuencias ya todo el Continente estará enterado. Negligencia de los capitalinos exclamaron todos los justos hombres de provincia al ver anegada su –casi siempre – árida ciudad.
No era posible sino desconfiar de los funcionarios centrales, que de tiempo en tiempo arribaban a las provincias, puesto que no dejaban pasar ni un bienio administrativo para encargarse empeñosamente (¡que para esto si que eran diligentes!) de vaciar el caudal impositivo local con el objeto de derramarlo sobre la codiciosa capital. Y ni hablar de los capitalinos de a pie, que no emigraban sino con el reprobable propósito de aprovecharse de la amabilidad de los provincianos estafando, robando, saqueando, cobrando sobreprecios, imponiendo intereses abusivos y cometiendo cuanta otra fechoría estuviese sancionada en el Código Penal y en el Código Moral.
A tanto llegó en esta república la contradicción centro-periferia, que al poco andar hasta el lenguaje se vio modificado, escindiéndose tres dialectos locales a partir de la primitiva lengua oficial. Los recientes lenguajes se diferenciaban por la diferente semántica del binomio norte-sur. Mientras en el norte de la república la palabra sureño era considerada el peor insulto que podía recibir un hombre de provincia bien nacido (y era pronunciada con una ligera inspiración), en el sur norteño era la ofensa mortal (que por su parte era acompañada de una ligera expiración). Mientras tanto en la capital las palabras norte y sur hacían referencia a vagos conceptos pseudointelectuales denominados puntos cardinales, ideas que, por lo demás, nunca fueron usadas para llevar ningún tipo de progreso a las provincias (y eran ambas pronunciadas sin ninguna inflexión especial). Como se ve, llegados a este punto, la unidad nacional era ya del todo insostenible.
De modo que estallaron las revueltas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad de cada provincia cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital no tuvieron otra opción que ceder.
Se creó entonces la Federación de las Tres Regiones (Norte, Sur y Centro), que hubo de instaurarse entre vítores de norteños y sureños (considerados aquí en referencia a los puntos cardinales, puesto que no es ánimo de este cronista insultar a ningún laborioso provinciano). Se decretó día de fiesta nacional y procedieron las nuevas autoridades elegidas de entre los residentes de cada región a tomar posesión de sus cargos. Al fin se veía en el horizonte la solución del aterido abandono que sufrieron largo tiempo las provincias.
Sin embargo, muy pronto comprendieron los ilustrados provincianos que su lucha no estaba aún concluida. Y esta vez las injusticias expandieron su cancerígena influencia, pues llegaron a importunar inclusive a los antiguos capitalinos, que para ese entonces pertenecientes a la Región Central de la Federación. Fruto de la nueva división político-administrativa hubo de crearse en cada región una nueva capital, que consideraba a todo el resto de la región como periferia, tal como lo hiciera originalmente la primigenia capital. Y estas tres ciudades entre sí conspiraban, como fidedignamente consignan en sus editoriales todos los periódicos autonomistas de la época, para hacer aún más miserable la vida en todas y cada una de las inocentes provincias.
Volvieron a sucederse las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad de cada provincia de cada región cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital de cada región no tuvieron otra opción que ceder.
Pero esta vez un Gran Consejo de Justos Hombres de Provincia, según sus siglas G.C.J.H.P., hubo de tomar cartas en el asunto para decidir la nueva configuración del país. De más está recordar que de su integración estuvieron vetados todos los residentes, siquiera temporales, de cualquiera de las tres deletéreas capitales. Tal como recomienda la recta razón solo fueron admitidos provincianos en dicho órgano representativo, pues de recibir un escaño un capitalino no haría sino complotar en contra de sus compatriotas y en favor de su ciudad, por estar inevitablemente abanderizado por su terruño, careciendo de toda imparcialidad.
Se llegó a la conclusión entonces de volver a dividir el país. Ahora habrían nueve regiones en lugar de tres, bastaría ello para dar contento a las reclamaciones de lado y lado y al mismo tiempo conjurar todo futuro renacimiento centralista.
Por desgracia, nuevamente los capitalinos, ahora de las nueve nuevas capitales, volvieron a conspirar en contra de sus compatriotas, impidiendo que el progreso les diera alcance.
Y Volvieron a sucederse las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad de cada provincia de cada región cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital de cada región, ahora nueve)¿, no tuvieron otra opción que ceder.
Esta vez correspondió al Gran Consejo de Justos Hombres de Provincia Detractores de Cualquiera de las Nueve Capitales y de Todos y Cada Uno de sus Habitantes, según sus siglas G.C.J.H.P.D.C.N.C.T.C.U.H., elaborar la novísima división del país. Para la bienaventuranza de todos los bienintencionados provincianos se decantó por la siguiente fórmula: de aquí en más cada ciudad sería un país autónomo en el pleno sentido de la palabra. Ello quería decir que la Federación de las Nueve Regiones quedaba para siempre disuelta y ya ningún vínculo jurídico o moral unía a los ciudadanos de una u otra ciudad.
No es la intención de este cronista negar el evidentísimo hecho cierto de que durante el correr de los siglos las nuevas polis enfrentaron problemas para desarrollar prósperamente su nueva autonomía, pero decidme si acaso cada noble causa no sufre sobre sí las mezquinas maquinaciones de los malvados, quienes no pueden sino odiar la justicia en cualquiera de sus formas. No fue esta la excepción. Muy pronto cada polis vio cómo la vecina ciudad, su antigua camarada en la lucha libertaria, subía los aranceles de entrada de productos extranjeros mientras subsidiaba los autóctonos. O bien, que a los viajantes foráneos se les cobraba peaje para cruzar por cada ciudad, aunque declarasen ser meros transeúntes en misión comercial.
De este modo, volvió a escindirse la antigua lengua oficial en un sinnúmero de dialectos arraigados en cada ciudad. Y no es para sorprenderse que en cada uno de ellos se empleasen los gentilicios de las demás polis como las peores ofensas de las que un mortal podía ser víctima, mientras que el gentilicio de origen designaba todas las virtudes habidas y por haber.
Y peor aún, los enemigos de la libertad volvieron a hacer de las suyas, esta vez infiltrados dentro de las autónomas polis se las arreglaron para crear una élite que hubo de tomar residencia en el centro histórico de cada ciudad. Tal fue la explotación a la que sometieron a sus conciudadanos de los barrios periféricos, que pasaron a ser llamados capitalinos, por su análoga nocividad y a pesar de estar afincados en la misma ciudad.
Y nuevamente estallaron las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos, que así se les llamaba ahora a los hombres de los barrios periféricos, sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital, palabra que ahora quería significar el centro de la ciudad, no tuvieron otra opción que ceder.
La obvia solución llegó pronto: se debía terminar con todo lazo entre los barrios de cada ciudad, para que ninguna élite explotase a los laboriosos arrabaleros, neologismo para provinciano. Se eligió de entre los vecinos leales un alcalde por barrio, quien hubo de tomar posesión del cargo estableciéndose en una casona solariega en medio de cada barrio.
Edificantes medidas fueron llevadas a cabo en aquella época a fin de contener la siempre presente amenaza de la inveterada conspiración centralista.
En primer lugar, las fronteras entre cada barrio fueron cercadas y vigiladas por la policía militar, intimada expresamente para disparar a la menor transgresión de parte de un extranjero.
En segundo lugar, las familias fueron separadas y se les prohibió cruzar de barrio en barrio para celebrar sus reuniones y rituales.
En tercer lugar, las plazas fueron seccionadas por alambre de púas sobre el límite comunal.
En cuarto lugar, los balones que caían del otro lado eran inmediatamente confiscados por los servicios de inteligencia como evidencia de la hostilidad diplomática de los vecinos.
Finalmente, quienes residían en un barrio, pero trabajaban en otro, fueron inmediatamente descubiertos como espías centralistas. Por desgracia para la causa libertaria, y aún luego de innumerables tormentos, no soltaron palabra del maquiavélico plan que se traían entre manos, por lo que fueron ejecutados sumariamente. Así de seria era la amenaza.
¡Fracaso! Es la triste palabra que este cronista debe sacar a colación para describir los resultados de estas prudentes políticas. Claro está, que no fallaron por negligencia de los espabiladísimos arrabaleros, sino a causa de las maquinaciones fraudulentas de los centralistas de siempre, que habían logrado incorporar a su bando a los alcaldes de cada barrio, a través de los cuales comenzaron a explotar y tiranizar nuevamente.
Y por enésima vez estallaron las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los arrabaleros sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en las casonas comunales no tuvieron otra opción que ceder.
Y cada casa fue una república autónoma y las cercas de púas, los tiradores en los tejados, los perros guardianes y los santos y señas se enseñorearon de todo el paisaje del antiguo reino.
[Párrafo ilegible]
¿Pero qué es acaso un padre de familia sino un líder, un hombre que se pone a sí mismo por sobre los demás y que bajo el pretexto de cuidar de ellos subrepticiamente los abusa? ¿No es acaso un potencial o actual esbirro del bando centralista?
La bandera de la verdadera libertad exigía la radical autonomía y así lo hizo.
Cada hombre de cada barrio de cada ciudad de cada provincia y región fue ahora su propio amo y señor. Llevó consigo su propia república, promulgó su propio e íntimo Código Penal y Moral, dictó sus sentencias sobre lo humano y lo divino, fue juez y verdugo de sí mismo y de sus congéneres.
Luego de proclamar su juramento final se dispersaron entonces todos los hombres por las cuatro esquinas del Mundo, con el firme propósito de nunca más volver a reunirse en sociedad, para así vivir por fin libres.

APÉNDICE: Narra Simeón Burgamán en sus Crónicas de la Libertad, que tras la Última Separación y con el correr de los siglos dentro de cada hombre la libertad prosiguió su camino lógico de desarrollo, que el autor identifica con la emancipación de las facultades del alma de una agencia moral centralizada y consciente. Al respecto señala: Si se enamoraba el corazón, dictando a través de rocambolescas pulsiones nerviosas la pasión desmesurada por el ser amado, la razón se atrincheraba en la más absoluta reticencia, desaconsejando de cuajo cualquier empresa romántica, so pretexto de salvaguardar el verdadero interés individual del huésped de ambas potencias anímicas. Y así en lata asamblea, polemizaban una contra la otra sin llegar nunca a concordia. Por su parte, la facultad apetitiva se limitaba, como siempre, a quejarse de padecer hambre y exigir una inmediata merienda. Claro está, a ojos de este cronista, que tal tesis debe ser enteramente rechazada, pues: primero, la distinción de las facultades del alma de la que el autor se hace eco, como ha sido comprobado posteriormente, no es más que una vil chapuza ideológica salida de las usinas centralistas, cuyo objeto es difundir la espuria creencia de que la parte racional del alma debe dominar a las partes apetitiva y volitiva, de la misma manera como la capital debe dominar a las provincias; y segundo, según el Diccionario Oficial del Individuo Emancipado de Toda Sociabilidad, según sus siglas D.O.I.E.T.S., la palabra individuo se define como ser completamente emancipado, límite natural de la libertad. Por ende, se entiende que no hay ulterior progreso de la libertad más allá del individuo. Baste esta refutación.

APÉNDICE SEGUNDO: Narra, nuevamente Simeón Burgamán, ahora en sus Crónicas de la Libertad Tranco Segundo, que tras la separación anímica acaece una nueva liberación: Fueron entonces los miembros del cuerpo físico quienes clamaron por la taxativa, categórica, inmediata y permanente abolición de todo lazo jerárquico que hubiesen tenido para con la cabeza o el corazón. Fácilmente lograron su objeto sometiendo a un régimen de hambre y sed al cerebro, dado que los brazos se negaban a llevar bocado a la boca y los pies rehusaban conducir al cuerpo hasta el abrevadero. De modo que, de allí en más cada miembro hizo básicamente lo que quiso, sin necesidad de coordinarse previamente con sus vecinos. Así, cuando la vejiga necesitaba evacuar la orina, el miembro viril se negaba pues demandaba satisfacción carnal por fricción manual, a lo que la mano se rehusaba, ocupada como estaba en escarbarse las uñas sin la ayuda de su gemela. Debe, a juicio de este cronista, admitirse en todas sus partes esta teoría, dado que: primero, tan solo un descreído centralista no adscribiría al sano y vivificante credo que propugna los más completos derechos y libertades naturales para cada miembro del cuerpo, así como para cada individuo, acorde a la evidente razón natural; y segundo, el Diccionario Oficial del Miembro Emancipado de Todo Centralismo Orgánico, según sus siglas D.O.M.E.T.C.O., sindica adecuadamente la palabra miembro como ser completamente emancipado, límite natural de la libertad. Por ende, se entiende que el ulterior progreso de la libertad enfila necesariamente hacia una república unimémbrica. Baste esta demostración.  

[Párrafo ilegible]

martes, 7 de agosto de 2018

6. Sobre el arte de justa interpretación


En el Tratado sobre el Arte del Buen Gobierno de Yayarnuk el Suspicaz se lee, en su capítulo VII, la siguiente relación:

En aquel reino el Pueblo había visto menguar sin tregua durante los años y los siglos su, ya por sí misma, defenestrada situación. En efecto, se habían cometido contra los comunes toda clase de arbitrariedades y atropellos por parte del gobierno y sus secuaces: los impuestos habían aumentado exponencialmente, no había un solo día en que la plaza pública no estuviese regada con la sangre de los ejecutados políticos, a los campesinos les eran confiscadas sus tierras, los sin tierra eran convertidos en esclavos y de este calibre un largo etcétera.
No es de extrañar pues, que aquel día se hubiese congregado el Pueblo con clamores de revolución. Algunos gritaban a voz en cuello, otros aullaban, unos más cantaban, hubo quienes suspiraron, susurraron, profirieron, ulularon y declamaron; pero no importaba demasiado la modalidad de la locución ya que el mensaje era siempre, palabras más palabras menos, el mismo: “¡No al rey, sí al Pueblo!”.
De modo que el Pueblo alzado comenzó su marcha a través de la ciudad, antorcha en mano, hacia el palacio real. A su paso se iban sumando los entusiastas y asomando los curiosos. Con este inédito escenario se topó un labriego que venía de traer agua del pozo, cuando desde una estrecha bocacalle desembocó en la avenida principal. Justa razón fue la suya al preguntarse a sí mismo en voz alta qué sucedía. Y justa fue también la sorpresa cuando uno de entre el Pueblo le arrancó de su ensimismamiento:
“Va todo el Pueblo a matar al tiránico rey porque su ignominioso gobierno nos ha destruido a todos. Por eso llevan antorchas para incinerarlo. ¡Muera el rey, mande el Pueblo!”
Se encogió de hombros el labriego, que de los intrincados avatares de la política poco había oído y leído mucho menos, y siguió su camino. Cuando llegó a su cabaña descargó las cubetas con agua al tiempo que su vecino, el lavandero, le preguntaba por el barullo que se levantaba en la ciudad. El labriego, asumiendo el tono doctoral que estos asuntos demandan, le informó solemnemente que:
“Va todo el Pueblo a condenar al opresivo rey porque su nefasto gobierno nos ha esclavizado a todos. Por eso llevan antorchas para quemarlo. ¡Al destierro el rey, gobierne el Pueblo!”
El lavandero guardó silencio por unos minutos, tras los cuales se despidió del labriego, quien fue por más agua. Para alejar de sí los pensamientos excesivamente filosóficos, que como han demostrado los filósofos a nada útil conducen, enfiló rumbo al mercado con el propósito de comprar las hortalizas para la cena. El tendero, siempre parlanchín, le inquirió sobre los extraños sucesos que ese día ocurrían en la ciudad. El lavandero, como deshaciéndose de una carga, le contestó:
“Va todo el Pueblo a juzgar al negligente rey porque su detestable gobierno nos ha expoliado a todos. Por eso llevan antorchas para herirlo. ¡Latigazos al rey, administre el Pueblo!”
Empacó sus vegetales el lavandero y partió para su casa, dejando al tendero un tanto inquieto. Para aliviar tan grande impresión volvió a su pasatiempo favorito: pasar revista a las ganancias del día. Mientras se encontraba absorto en tan egregia actividad lo distrajo el saludo del herrero, quien venía de reabastecer sus existencias de mineral de hierro. Ni respondió al saludo ni esperó pregunta alguna el tendero para referir:
“Va todo el Pueblo a increpar al cuestionable rey porque su ineficiente gobierno nos ha postergado a todos. Por eso llevan antorchas para amedrentarlo. ¡Censura al rey, fiscalice el Pueblo!”
Semejante noticia tomó por sorpresa al herrero, quien no llegó siquiera a formarse la intención de profundizar en las posibles reformas que introduciría este insólito acto de desobediencia civil en el gobierno de la ciudad. Regresó taciturno a su taller justo a tiempo para reponerle una herradura al caballo predilecto del caballero, quien viéndole tan pensativo de inmediato le preguntó el porqué. Vaciló el herrero un momento ante la pregunta, pues no fuera a malinterpretar un señor tan principal, las legítimas peticiones del Pueblo. Finalmente decidió que su temor no podía sino ser infundado considerando la altísima educación y el buen juicio que el caballero había siempre demostrado tanto en los asuntos públicos como privados, por lo que habló libre y verazmente:
“Va todo el Pueblo a conversar con el mediocre rey porque su anodino gobierno nos ha resultado indiferente a todos. Por eso llevan antorchas para apercibirlo. ¡Procure el rey, participe el Pueblo!”
Salió el caballero al trote. Mucho caviló a lomos de su rocín respecto a este suceso tan pocas veces visto en la ciudad. Ponderó la justicia de la pretensión, la oportunidad de la ocasión y la corrección de los métodos, pero de todo aquel filosofar nada perduró en su entendimiento, puesto que ya se acercaba por la acera el acérrimo y también caballeresco rival con quien se había batido en la última justa. Se volcó entonces de lleno el caballero a pensamientos de desafíos, venganzas y lides de capa y espada. Ya tenía preparado su discurso para retar a su rival, cuando sin decir agua va lo abordó el visir, quien venía de sacrificar un cordero en el templo pidiendo, obviamente, por la estabilidad del gobierno. Mientras veía escapar la ocasión de parlamentar con su eterno némesis le preguntó el visir si conocía la razón de toda la trapisonda que envolvía la ciudad aquella tarde. El caballero, un tanto disgustado y otro tanto distraído, le contestó:
“Va todo el Pueblo a agradecer al respetable rey porque su benefactor gobierno nos ha amparado a todos. Por eso llevan antorchas para celebrarlo. ¡Gobierne el rey, infórmese al Pueblo!”
Volvió el visir al palacio real agradeciendo a Dios -¡ensalzado sea!- por haber oído sus plegarias a favor del buen gobierno, la prosperidad y el mutuo beneficio de todas las gentes del Pueblo. Tan contento estaba que resolvió celebrar tan especial ocasión con un buen baño de sauna. Ya plácido, después de haber sudado tanto, despidió a los siete mancebos que lo asistían para ir en seguida a informarle al rey la buena nueva:
“Viene todo el Pueblo a alabar al excelentísimo rey porque su excelso gobierno nos ha maravillado a todos. Por eso traen antorchas para idolatrarlo. ¡Mande el rey, obedezca el Pueblo!”
Al oír la noticia por poco no se atraganta el rey con el salmón ahumado que su decimosexto paje le servía en la boca. Se estiró sobre el trono un momento mientras disfrutaba del aire que le abanicaban su cuarto y noveno paje para luego incorporarse ceremoniosamente, adoptando un aire conspicuo que practicó reiteradas veces frente al espejo que sostenía frente al trono su vigésimo tercer paje. Decidió por fin que era ya hora de ponerse serio, así que despidió a sus ochenta y siete pajes de la recámara real para permitirle al visir vestirlo con su mejor túnica de gala. Se enfundó los guantes de plata, se calzó las botas de oro, se encopetó la corona de diamante y empuñó el cetro de marfil mientras exclamaba exultante:
“Si el Pueblo me quiere, aquí me tiene.”
Repitiendo a voz en cuello esta declaración y con los brazos abiertos hacia el cielo salió el rey a recibir al Pueblo en la plaza pública.

En efecto, fue este y no otro el verdadero fin de la monarquía en el reino de Mirnia y fue este su último monarca registrado, Hunesio VII. Ese mismo día fue proclamada, entre vítores de todas las gentes del Pueblo, la República de los Comunes. Todo privilegio de sangre y fortuna fue inmediata e indefectiblemente abolido, la tierra fue repartida igualitariamente entre todos los ciudadanos, se condonaron las deudas y se estableció una asamblea popular que hubo de gobernar durante los siguientes veinticuatro siglos, hasta la rendición de la ciudad ante el ejército del Simbal Gilmorán II El Conquistador.

GLOSA AL MARGEN: Muy por el contrario, el verísimo final de la monarquía no sucedió como aquí ha sido relatado. Antes bien, todo lo contrario. Los hechos ocurrieron de la siguiente manera. Aquel día efectivamente se congregó el Pueblo, pero con el muy distinto propósito de homenajear al ilustrísimo rey por el hecho de su prudentísimo gobierno. Sin embargo los astutos y maledicentes enemigos del legítimo monarca tendieron en torno a tan notable manifestación oscuras maquinaciones, que vaticinaban un inminente ajusticiamiento. De uno en otro los conspiradores, intentando borrar el rastro de su malicia, divulgaron la falsedad adelantándose a los hechos. Finalmente le correspondió al visir, mano derecha del rey (y por ello el más culpable de los traidores), advertirle sobre el supuesto peligro que corría. El rey incrédulo oteó por la ventana del palacio divisando a la multitud pertrechada de antorchas que se avecinaba. En una rápida y altruista determinación llegó a la conclusión de que no tenía el derecho de provocar un baño de sangre en el reino, razón por la cual abdicaría de inmediato para aplacar la inexplicable furia del populacho. Es motivo de maravillarse aún más con la abnegación de este monarca el hecho de que haya sido capaz de elaborar tan complejo razonamiento mientras salía raudo por la ventana trasera del palacio, asido de las enredaderas, para abordar un minúsculo bote a remo y navegar hasta perderse en el horizonte. Y tal fue el comedimiento con que se avocó a cumplir acto tan egregio que olvidó llevarse consigo a sus ochenta y seis pajes, ciento cuarenta y cinco purasangre de carrera y las varias toneladas de oro y joyas que poseía. Tremenda fue la tristeza y el azoramiento del Pueblo cuando, al irrumpir en el palacio entonando cantos de alabanza y gratitud, no hallaron a su rey ni a su guardia y ni siquiera al visir. En ese momento el Pueblo huérfano, entre sollozos, decidió levantar un gobierno provisional que en todo emulara las virtudes del anterior, con la esperanza de que el valerosísimo monarca retornase a su legítimo sitial. Si Hunesio VII llegó a enterarse de la devoción que su Pueblo le guardaba no se tienen registros, lo único cierto es que nunca retornó al reino de Mirnia, el cual desde su partida pasó a denominarse oficialmente como la República Revolucionaria Antimonárquica de los Comunes de Mirnia, en un claro homenaje al excelso gobernante desaparecido.