Que alguien me jure que este
-y no otro cualquiera-
es mi destino,
que estos días y estas noches
son parte de algún plan insondable,
cuyo sentido habré de percibir algún día.
Quizá recién en el lecho de mi muerte
habré de percibir, al fin y al cabo,
mi mortal ciclo en este mundo,
desde su comienzo a su fin,
y en cada esquina, bien o mal torcida,
encontraré una divina y piadosa sonrisa
anunciadora de la pequeña felicidad
de volver, una vez más, a torcer, bien o mal,
sobre las mismas esquinas
la dirección de mis andanzas juveniles
y no tan juveniles errores y arrepentimientos.
Soñaría entonces enmendarlos
si el mismo Dios que me ha condenado
me señalara exactamente cuáles son
y cómo pude cometerlos.
Pero el Dios invocado es el torcedor de las esquinas,
interrogadas inocentemente tantas veces,
y no perdona a quien ha recorrido,
una y otra vez,
aquellas calles oblicuas,
sobre las que se ha vuelto hombre,
dichoso y pecador.