jueves, 27 de mayo de 2021

Cuento. Libro de novedades del 28 de mayo, turno noche

Cuando vio al fantasma de Carlitos –o creyó ver al fantasma de Carlitos– llevaba hartos años trabajando en el Mall. 7 años, 4 meses y 28 días exactamente, claro que eso él, en ese momento, no lo recordaba, por lo menos no así tan preciso. 

Llegó ahí porque ya estaba viejo para seguir manejando el bus todo el día con los tacos como estaban, cada vez peores. Antes a la hora que uno pasara por Bilbao se podía andar fuerte y derecho, en cambio ahora siempre bocinazos y ni siquiera en hora peak, ni siquiera en hora peak, siempre se repetía entre que medio ofuscado y medio resignado. En todo caso, la pega esa no era mala, pero muy estresante eso sí. Por eso cuando lo echaron tomó la decisión, más o menos fue una decisión y más o menos se dejó llevar, de tomárselo con calma. Por eso y porque le pagaron una buena indemnización. 

Además, después de que le pagaron el finiquito, igual demandó a la empresa porque en el Sindicato le avisaron que la carta de despido era una farsa. Necesidades de la empresa, reevaluación del cargo y una sarta de cuestiones que ni Recursos Humanos se las creía, ¿acaso ya no iban a necesitar choferes para los buses? Los del Sindicato sabían lo que hacían, si hasta lo mandaron con el abogado de ellos y después de unos meses consiguió una buena indemnización adicional. Pero eso es otro cuento.

Fue el bueno de Julito, que en paz descanse, el que lo convenció. No hay que hacer nada, puro andar paseándose y de repente hablar por radio y el turno de noche lo pagan bien, lo pagan re bien, siempre remarcaba eso último de que el turno de noche lo pagaban bien, re bien. El bueno de Julito, que en paz descanse, no era tan bueno para el blablá, pero cuando se le metía algo entre ceja y ceja no lo soltaba por nada del mundo, así que al final lo convenció igual de hacer el curso de vigilante privado (que resultó de lo más sencillo) y luego lo recomendó en el Mall. 

Lo más difícil fue habituarse al turno de noche, porque eso de trabajar 6x1 lo había hecho siempre, desde que era cabro. El truco es acostumbrar el cuerpo, le decía siempre el bueno de Julito, que en paz descanse. Cambiar los horarios de las comidas, cortinas black out en la pieza y harto cafecito, que antes no le gustaba, pero se hizo el gusto y santo remedio: en un par de meses el dolor de cabeza ya era soportable y después del primer año nada. 

La única parte mala era que estaba desajustado con la vieja y les quedaba el puro domingo para compartir, porque los cabros ya estaban grandes, andaba cada uno con lo suyo no más. Pero el bueno de Julito, que en paz descanse, qué duda cabe, tenía razón: el turno de noche lo pagaban bien, re bien de hecho. Era un pan de Dios, no se merecía morir como murió, todo reventado en la calle porque lo atropelló un camión al pobre Julito, al bueno de Julito, que en paz descanse, a quien le estaba agradecido.

En resumen, estaba bien en el Mall. 

Pero el cuento se trata de cuando vio al fantasma de Carlitos –o creyó ver al fantasma de Carlitos–.

Carlitos siempre andaba de buen humor, eso era lo que más le gustaba de él, siempre bueno pa` la talla, tirador pa` arriba, como se dice. Había empezado en el Mall hacía 3 años y 28 días, exactamente para un 1º de mayo en que andaban cortos de vigilantes, en ese momento eso sí que lo recordaba así de preciso. Le agarró cariño al tiro por la sonrisa de cabro chico que tenía y porque llegó a la primera tirando la talla, no se achicaba Carlitos. Tenía como un aire a su hermano chico, aunque de eso se dio cuenta harto tiempo después. A medio turno, más o menos, siempre bajaba Carlitos con un par de cafecitos y se quedaba un ratito a conversar, siempre lo trataba de usted, era bien educado Carlitos, también eso le gustaba de él, y siempre se ponía a canturrear sus cumbias el muy diablo, era lo único que escuchaba Carlitos, andaba con la alegría pa` arriba y pa` abajo, como se dice, aunque era más tieso que un chuzo el pobre, se notaba al tiro. Y así, de cafecito en cafecito, se fueron abuenando. Lo demás es sabido, en la empresa todos sabían.

Fue el 28 de mayo cuando vio al fantasma de Carlitos –o creyó ver al fantasma de Carlitos–. Mientras andaba paseándose escuchando radio, cansado y aburrido como siempre, se pilló a Carlitos en el pasillo que lleva a los baños del primer piso (su cuadrante). Vine únicamente a buscar algunos implementos, enseguida me retiro a mi cuadrante (el segundo piso) y ¿qué te parece si subes luego a compartir un café? En una hora te espero.

Se alegró de verlo aparecer por fin. Nunca faltaba, pero siempre llegaba tarde, y ese día se le había pasado la mano. Le hizo las típicas bromas que siempre se hacían sobre llegar tarde y sobre los últimos partidos (eran fanáticos de Universidad de Chile y Colo-Colo respectivamente). Todo con gestos y palabras a distancia, así como habla la gente acostumbrada a verse todos los días (o todas las noches, en este caso), y se despidieron con esos mismos gestos y palabras a distancia. Carlitos se fue subiendo por la escala tarareando una canción de Elvis, más vieja que el hilo negro, y meneando el esqueleto como el mismísimo Elvis. Ahí lo perdió de vista.

Jornada laboral normal habría sido si el operador de la sala de cámaras, como lo vio gesticulando, no le hubiera hablado por radio para preguntarle con quién hablaba y si había entrado alguien (dicha cámara estaba orientada en un ángulo agudo muy pronunciado, por lo que no transmitía un plano amplio). Con Carlitos, quién más, siempre llega atrasado, pero hoy se le pasó la mano a este cabro. Carlitos está hospitalizado, no va a venir, llamó hace poco su señora para avisar. El operador lo vio dar tremendo respingo ahí mismo, mirar en una y otra dirección y otra vez, revisar el pasillo y la escala y nada. ¿Seguro conchetumadre? Seguro culiao

Había sucedido lo siguiente.

Esa misma noche, más temprano, a Carlitos lo había chocado en una esquina un descriteriado que se pasó la roja. Si bien el vehículo era ligero, de estos city car que hacen ahora, el pobre Carlitos se movilizaba en moto así que se llevó la peor parte. La ambulancia se lo llevó al hospital, donde lo derivaron a la Unidad de Cuidados Intensivos. Estable dentro de su gravedad y, afortunadamente, se mantuvo siempre consciente, lo que descarta daño cerebralCasi le baja un desvanecimiento a su señora por lo que le dijo el médico, menos mal no había daño cerebral y ya ligerito iba a poder pasar a hablar con él. Con el sobresalto, se había olvidado por completo de que su marido tenía una jornada laboral que cumplir. Recién cuando fue a comprar una bebida a la máquina para pasar el mal rato se acordó y entonces recién llamó al Mall. 

Una operación y varias semanas después, Carlitos recibió el alta médica y luego de seis meses más de kinesioterapia, pagada por el seguro, en el Hospital del Trabajador (la empresa accedió a declararlo como accidente de trayecto), pudo volver a trabajar, casi con normalidad. 


NOTA MARGINAL:

El vigilante privado don [NOMBRE TARJADO], del turno de noche, no se presentó a labores los días 29 y 31 mayo ni los días 1 y 2 de junio, tampoco contestó los llamados de Recursos Humanos ni presentó licencia médica. Se le envió carta de despido el jueves 3 de junio.

sábado, 15 de mayo de 2021

Poesía. Collage de 1913


La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones. 

Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. 

Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia dignidad. 

Por eso ciertos hombres inservibles se adaptan maravillosamente a los desiderata del sufragio universal; la grey se prosterna ante los fetiches más huecos y los rellena con su alambicada tontería. 

La irresponsabilidad colectiva borra la cuota individual del yerro: nadie se sonroja cuando todas las mejillas pueden reclamar su parte en la vergüenza común. 

Las jornadas electorales se convierten en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de aventureros. 

De cada cien, noventa y nueve mienten lo mismo: la grandeza del país, los sagrados principios democráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la moralidad administrativa.

Intentan disfrazar con ideas su monopolio del Estado. 

La política se degrada, se convierte en profesión. 

Lo que antes fue Verbo en el genio, se torna ahora palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. 

La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones.

EPÍLOGO:
Todo esto fue escrito en 1913 por José Ingenieros, en Buenos Aires, y fue leído y releído en la víspera de una elección —según todos— muy importante, célebremente olvidada.