miércoles, 20 de marzo de 2019

Soneto 7. Pides, otoño, olvidar el verano

Pides, otoño, olvidar el verano, 
ignorar las gaviotas y los mares, 
dejar de la guitarra los cantares, 
del agua sabor a sal cotidiano, 
el ir pavoneando de paisano 
archivar, igual que salir de bares, 
del torso de la amada los lunares, 
el destellar de rubio veneciano,
de cada día su especial longura, 
donde risa y solaz hallan la sede, 
y el penetrante olor de la fritura. 
Otoño, tal exigencia transgrede 
mi razón, que decreta mi locura: 
¡tres meses al año soñar se puede!

viernes, 1 de marzo de 2019

Soneto 24. No hay pena que una santa y solitaria

No hay pena que una santa y solitaria
borrachera en mi cuarto no me mate,
cuando creo que el destino me abate
me basta una jornada literaria
de vino tinto semi-voluntaria
(más consoladora que el chocolate)
para aplacar el interno debate,
que atiza mi agonía proletaria
de la comodidad verme lejano,
¡lejos aún! —deseo quejoso—,
que sobre mi pescuezo miliciano
siento que el mundo soporto enojoso.
Mas encorvado por yugo inhumano
no claudica mi semblante orgulloso.


9.9. Las enseñanzas del Maestro: lección de pintura

Un joven pintor, en una tierra lejana, se dispuso a un ambicioso proyecto: capturaría por medio de su arte la esencia del Hombre, pintando sus tres tipos básicos y universales, a saber, el hombre vil, el mediocre y el virtuoso. Para ello ideó un método peculiar. En lugar de bosquejar de propia hechura la imagen, buscaría por el mundo tres modelos de carne y hueso que encarnasen verídicamente, por los hechos de sus vidas, la vileza, la mediocridad y la virtud en tal grado que tan sólo de tenerlos en su presencia pudiera intuir la verdadera e inalterable naturaleza de sus almas.  
Largos años de estudio y práctica le fueron menester al joven pintor para pulir su técnica y aguzar su ojo suficientemente para acopiar el valor de acometer la que sería su gran obra, la que resumiría su vida y la esencia de la humanidad en apenas tres cuadros. En efecto, se proponía llevar a su culmen de una vez y para siempre el género pictórico del retrato. Toda nueva obra de este género no sería más que una recapitulación o mixtura de la tipología humana que él inmortalizaría en óleo sobre tela. 
Buscó entonces el joven pintor a su primer modelo: el hombre vil. Mucho hurgó en los arrabales, entre los connotados contrabandistas, estafadores, sicarios y ladrones, pero cuando finalmente llegaba a estrechar la mano del malhechor de turno percibía siempre una sombra de bondad vaga y latente, apenas insinuada, que en algún rincón habitaba. Volvió entonces su mirada hacia las prisiones, confiado en que la brutalidad del hacinamiento carcelario extirparía de los hombres todo recuerdo de la pasada vida, al punto de dejar incólume nada más que la desnuda animalidad. Difícil fue la tarea, decenas de condenados entrevistó tras los barrotes, algunos le ignoraron, otros le amenazaron, insultaron, blasfemaron e inclusive más de uno le atacó. Sin embargo todos ellos dejaban escapar por una rendija de la mirada, siquiera por un momento, algún confuso anhelo de solidaridad humana —casi siempre negada— que se resistía a morir del todo. Todos excepto uno.  
Cuando ya se le agotaban las opciones, los gendarmes se atrevieron a sugerirle que visitara a un convicto en particular, no sin antes advertirle que no podría parlamentar a solas con él, ya que en este caso la escolta era obligatoria. La mirada torva en grado sumo sólo era igualada por la soberbia del semblante y la bestialidad de su permanente mueca de desprecio; su cabello negro, largo y revuelto velaba los oscurísimos ojos de los que manaban implacables relámpagos de gélido desafío y una fina cicatriz en la quijada izquierda reafirmaba la bastedad de su talle esmirriado. Le bastaron al joven pintor apenas unos instantes para decantarse: había hallado a su primer modelo. El joven convicto estaba sentenciado a muerte por varios robos y tres asesinatos, entre ellos el de su propio abuelo, quien le sorprendió robando las joyas de la familia. El joven pintor consiguió que el joven convicto pidiera al alcaide, como último deseo, posponer su ejecución lo que durase la confección del retrato. El alcaide accedió esperanzado en destilar una pequeña gota de belleza de todo el mal que este pobre diablo había causado y, por supuesto, bajo la prudentísima condición de que el joven convicto se mantuviera bajo vigilancia constante de dos gendarmes, al menos. 
Y así comenzaron las angustiosas y distantes sesiones, por completo desprovistas de las más triviales palabras de cortesía que usualmente animan la relación del artista y su modelo; una ambigua —pero inequívoca— capa de muerte hubo caer durante aquellos meses sobre el estudio del joven pintor, al que cada tarde los gendarmes llevaban al joven convicto, encadenado de pies y manos. Cada sesión el reo se limitaba a mirar directa e impúdicamente al artista, revolviendo y memorizando ávidamente cada gesto, cada rasgo acaso temporal y fragmentario, cada leve temblor de ansiedad del rígido rictus con la voracidad animal de quien prepara alguna secreta, arbitraria e inexorable venganza. 
Y aun así, bajo esta pesadumbre canibalesca, llegó el día en que el joven pintor orgulloso —y bastante aliviado también— declaró finalizada su obra y la volteó para exhibirla ante la pareja de gendarmes y el joven convicto. El retrato era innegablemente la viva imagen del malvado que lo había inspirado. El asombro fue tal que se hizo un total silencio en el estudio: lo había logrado. La primera fase de su proyecto estaba completa y, a juzgar por la maestría de la ejecución, no cabía duda de que culminaría exitosamente su trilogía. 
Nadie dijo nada, pero el silencio se quebró. Ni los gendarmes ni el joven pintor tuvieron ocasión de reaccionar cuando, en un mismo movimiento, el joven convicto, por medio de alguna inadvertida treta de escapista, abrió los cerrojos de sus grilletes, cogió un pincel, lo quebró por la mitad y apuntó el extremo puntiagudo al pescuezo del joven pintor al tiempo que lo inmovilizaba, aplicándole una brutal llave al brazo izquierdo.  
Los gendarmes comprendieron enseguida que no habría vacilación ni advertencia: un paso en falso bastaría para dar por muerto al joven pintor, horrorosamente desangrado de la yugular. Una siniestra y silente danza se desplegó entonces dentro de aquellas cuatro paredes, dos parejas se daban caza mutuamente sin llegar a atraparse. Era una danza de tormento y oscuridad, de un odio ancestral y temerario alimentado por un temor primigenio y sobrenatural.  
Las rápidas ojeadas que daba en derredor el joven convicto le habían corroborado lo que intuyó desde el principio: por muy aguerrido que fuese no podría vencer armado meramente con el asta de un pincel, de modo que pateó al joven pintor contra los gendarmes para, durante ese precioso segundo, lanzarse contra el cristal de la ventana. Y no jugó mal sus cartas, pues cayó sobre el tejado de madera y paja del vecino y la pierna rota no le impidió huir presto sobre los tejados cual gato montés.  
No pocas fueron las innovaciones que el joven pintor debió introducir en su estudio por el motivo, más prosaico que estético, de la preservación de la propia vida. Mandó instalar barrotes en todas las ventanas, reforzó las puertas con platinas de acero, cambió las chapas antiguas e instaló otras nuevas, inclusive contrató un portero por el día y otro por la noche. De todos modos, esta renovada y radicalizada paranoia ante el fenómeno delictivo no eclipsó, en modo alguno, la henchida satisfacción que el joven pintor, con justicia, experimentaba. 
En el tiempo venidero viajó a lejanas ciudades para perfeccionar su oficio, variadas cosas vio y oyó de encumbrados y chapuceros, tantísimos conocimientos recolectó de otros maestros y agudo a la vez que mesurado se tornó, pero durante muchos años no dejó de contemplar cada tarde aquel magistral retrato con una genuina pizca del honesto arrobamiento que una vez le embargara.
Pasaron serenos como la nieve los años y el pintor –que ya no era joven– se sintió nuevamente dispuesto a atacar su destino. Ahora instalado en otra ciudad, buscó en los mercados y tabernas, muelles y talleres, plazas y calles al hombre medio, a aquel espécimen tan perfectamente promedio que fuera casi indistinguible del pueblo del que formaba parte. Si bien en un principio sospechó que esta segunda etapa sería pan comido comparada con la primera, que el grueso de la humanidad no era más que una plasta casi homogénea de necedad y pereza supinas, al poco andar hubo de admitir, a regañadientes, que cada hombre, por deslucida que su faz social fuera, guardaba para sí y los suyos una frágil y a veces mortecina excelencia en que cifraba su exigua e impertinente ilusión de efímera posteridad. Si creía hallar un peón apropiado pronto se decepcionaba al verificar la extremada habilidad que empleaba en el juego de cartas, si se fijaba en un obrero que le parecía idóneo la grandilocuente generosidad que la cerveza le despertaba le desanimaba, cuando un campesino llamaba su atención la sencillez de la poesía bucólica que le oía recitar virilmente le decepcionaba. 
Llegó el día en que, un tanto hartado y otro tanto frustrado, el pintor se fue de copas en un bar del puerto para recordar que, hasta mañana, era mejor olvidar su fallida búsqueda. Entonces lo vio. Un hombre –que resultó ser un estibador del puerto– esmirriado pero endurecido por la aspereza de su oficio, de cabellos negros y ojos oscuros envueltos en un semblante ausente, de barba rala desnivelada de un lado y leve cojera proletaria, bebía a tragos lentos e insulsos una cerveza barata. Percibió en esa mirada cansada la falta de conciencia de un rumiante, en los gestos maquinales el dominio de las facultades apetitivas por sobre las racionales, percibió, en resumen, que había hallado a su segundo modelo, el hombre mediocre: trabajador pero desapasionado por su tarea, honesto en los grandes quehaceres pero astuto en los pequeños, de costumbres discretas pero desconfiado de su vecino, obediente ante la autoridad pero ignorante sobre el poder, sobrio de lunes a viernes pero borracho de fin de semana.   
La brevedad de la entrevista que con él sostuvo bastó como corroboración. El estibador le contó que —en sus palabras— era solo, que había llegado a la ciudad atraído por la pujanza del comercio portuario con Los Cayos Blancos, que en un principio había trabajado como grumete en un barco mercante, pero que desde hacía unos años se había afirmado como estibador —un trabajo mucho más mejor—, que alquilaba una estrecha habitación en una mugrienta pensión del cerro, que no le interesaban la política ni las cosas raras y que sus principales pasatiempos eran la cerveza barata, las carreras de caballos y arrojarle piedras a las gaviotas. 
Las tratativas preliminares fueron igual de fluidas. Negoció el estibador un salario de su agrado, que le fue pagado de buen talante, y suscrito el contrato emprendió el pintor su tarea. 
Cada día con renovado denuedo abrazaba su vocación de inmortalidad dando un trazo genial aquí y otro anodino allá y así rimbombantes las pupilas dibujó y grises las entradas sobre las sienes, ominosas las marcas de expresión de la frente y fútiles las pobladas cejas, y mediante esta inmanente alternancia imprimió la universal forma de la medianía. 
No cabía de sí el pintor al ver la segunda pieza de su trilogía remachada. Se la enseñó al estibador, quien se limitó a encogerse hombros y despedirse con un cordial apretón de manos, mas no sin antes, bajo el dintel del estudio del pintor, preguntarle llanamente ¿para qué?. El pintor, descolocado por el arranque de locuacidad de su segundo modelo, retrucó que ¿para qué qué?. La inquietud del hombre era simple y por ello aún más inesperada: quería saber para qué este retrato, para qué los tres retratos, para qué la inmortalidad, la posteridad y la inefable universalidad por las que afanosamente se desvivía. Aquella genuina perplejidad cayó, por desgracia, sobre una hoguera, pues la impertinencia le hirvió en el acto la sangre al artista: que cómo era posible que alguien de tal calaña se atreviese a cuestionarlo, que cómo no podía entender la importancia capital de su propósito, que no tenía por qué perder el tiempo con preguntas estúpidas y que saliera de su vista cuanto antes. El hombre se limitó nuevamente a encoger los hombros y nunca más volver al estudio del pintor.  
Al día siguiente, ya más sereno, tuvo oportunidad el pintor de reflexionar sobre este episodio y se arrepintió, no era lícito a un hombre de su nivel perder el temple de esa manera, ni siquiera por un instante. Buscó al estibador en el bar, en el puerto y en la mugrienta pensión en que pernoctaba para disculparse, pero tal parecía que se había esfumado, nadie supo darle noticias sobre él. Lamentó entonces haber perdido la oportunidad de enmendar su pecado, pero no lo suficiente porque la mayor parte del tiempo de solaz de que disponía lo dedicaba a la fascinada contemplación de sus dos magníficos retratos. Los miraba desde todos los ángulos, los acariciaba, hasta les hablaba acerca del glorioso futuro que les aguardaba cuando se les uniera el último hermano.
Pasaron trepidantes como la lluvia los años y el pintor –que ya era viejo– se había retirado a una tranquila localidad rural del interior. Cuando se percibió del todo libre de los mundanales quehaceres oyó a lo lejos las trompetas del destino y, en consecuencia, acumuló la entereza que la edad le permitía para el último acto. Se diría que casi se resistía a culminar su gran proyecto, pero las ascuas aún le ardían dentro y aquel fuego sagrado no se apagaría de otro modo. 
Rebuscó el viejo pintor en su mente y en sus mapas, con conocidos y extraños, dónde en aquellas partes tan retiradas podría encontrar un hombre tan sabio, encumbrado, bondadoso, prudente y venerable como era menester, no habiendo en aquella olvidada provincia ninguna academia filosófica, ningún cenáculo de poetas, ninguna hermética hermandad esotérica ni siquiera una escuela secundaria. 
Para mitigar su ansiedad acuñó la costumbre de dar largas caminatas por el campo, durante las que se encomendaba a los cielos, que en dos ocasiones le habían presentado, casi por casualidad casi por predestinación, a los modelos que había requerido. Y sucedió el tercer milagro. Se topó un día, paseando por aquellos terrenos, con un anciano que lo abordó con el ofrecimiento de intercambiar libros. Inusual solicitud viniendo de quien parecía ser un vagabundo, pensó, así que la curiosidad le obligó a imponerse del estado y situación del sujeto en cuestión. Aquel anciano pobremente ataviado resultó ser un epígono del afamado Sogg de Antalecia —había militado en su cenáculo, inclusive—, que hastiado de los devaneos del mundo de los hombres había buscado la paz en compañía de la naturaleza. Vivía desde hace años como ermitaño, en una cabaña sobre un monte cercano, allí cultivaba sus propios alimentos, rememoraba de cabeza y corazón las sentencias de los antiguos patriarcas y su mayor comercio humano consistía en bajar al pueblo, de cuando en cuando, para proveerse libros y donar su exiguo excedente a los pobres.
Entablaron de inmediato buen trato y al poco tiempo el viejo sabio recibió al viejo pintor en su cabaña. Le acogió con la serena y honesta cortesía de un amigo de antaño y le ofreció las escasas —pero bien ganadas— comodidades de su modesto hogar. Se interesó por el oficio de la pintura, que aseguraba ignorar del todo, por el gran proyecto, los tres retratos, el joven convicto, el estibador y el viejo pintor se sintió a sus anchas exponiendo con lujo de detalles y por medio de agudos razonamientos ante un hombre tan elevado el afán de su vida. Se fueron sucediendo las visitas con mayor frecuencia, llegaron a hacerse amigos. 
Veían pasar las horas juntos, sosteniendo latas y profundas conversaciones junto al fuego amenizadas por un vino barato. En ellas el sabio le relataba modosamente las aventuras de los antiguos, las hazañas de los grandes gobernantes, los secretos y las maravillas del mundo y le explicaba, por medio de excelsas parábolas, cómo todo lo que en el mundo es, ha sido y será es regido por la innata, soberana e insondable ley natural (y divina). 
Una narración en particular fue del especial disfrute del viejo pintor, con la que exquisitamente se recreaba y emocionaba siempre que la oía referir a su nuevo amigo: 
Ha muchos milenios, en el antiguo reino de Kigur-Hai, más allá de los desiertos de Tol Domen, existió un hombre tan aventajado en conocimientos de todas las artes y ciencias que nunca hubo ni habrá otro tan sabio como él. Este sabio se había cultivado por décadas en los más impenetrables arcanos del Cielo y la Tierra, a tal punto que llegó a conocer todo lo que puede ser conocido por el Hombre. Mas, haber trepado a tan alta cumbre no era suficiente para este sabio —El Sabio—. De modo que, escaló hasta la cima de un monte ahora olvidado para preguntarle a Dios —¡ensalzado sea!— cuál debía ser su siguiente paso en la senda del conocimiento. Y no fue defraudado porque halló su destino: debía recopilar y fijar todo el conocimiento que poseía, que era toda la información de que el mundo estaba compuesto sobre indeleble cimiento. Procedió entonces a grabar en un monumental bloque de granito todos sus saberes. Su noble empeño, empero, trastornó aquello que intentaba preservar. Si su cincel registraba los secretos de las artes mecánicas de los davaná, ellos dejaban caer sus llaves y tuercas estupefactos pues se volvían incapaces de domeñarlos. Si hendía la roca para consignar la maestría vitivinícola de las gentes de los Cayos Blancos, los agricultores perdían en seguida las más básicas nociones de aquella industria. Y así los moradores del Mundo perdieron sus artes y oficios, sus nombres y leyendas, perdieron los dones de la agricultura y la ganadería y todo se confundió en el caos del olvido. De este modo, todos lo hombres se vieron obligados a vagar por los descampados hurtando carroña, robando frutos, luchando contra las bestias y contra el clima. Al cabo de los años hubieron de confluir, buscando el sustento, en la explanada donde El Sabio martillaba todavía la roca y le rodearon, dispuestos como bestias a saciar el hambre punzante con su carne. Comprendió entonces, al fin, El Sabio su pecado, empuñó el mazo, clamó a los cielos por perdón y asestó colosal golpe al monolito, el que crujió espantosamente hasta colapsar sobre sí mismo. Recobró, en definitiva, el mundo su contenido y el Hombre su conciencia y su pasado. Diose inicio así a la Historia, tal como ha llegado a oídos de nuestros maestros de hoy en día. 
Por aquellos tiempos de moralejas y parábolas herméticas ya sabía el viejo pintor que su hado efectivamente le había asistido: el anciano que tenía enfrente era, en efecto, tan sabio, encumbrado, bondadoso, prudente y venerable como el que más. La formulación de la propuesta, tiempo atrás barruntada por el propio viejo sabio, constituyó un mero formalismo. De buen grado accedió a ser el tercer y último modelo.
El cabello gris, que no ha veinte años fuera de azabache, los oscuros ojos cansados y tristes, pero nobles, la barba entrecana que escondía alguna cicatriz como tímido vestigio de una juventud intensa, el tabique torcido delator de los rigores de la vida, al igual que el bastón con que suplía una pierna que le fallaba a causa de una antigua lesión jamás del todo sanada. Pincelada tras pincelada el viejo pintor a estas respetables señas vida pura y santa infundía sobre el lienzo.
Tras un par de meses el retrato estuvo listo. Dados los últimos toques de maestría en su estudio, el viejo pintor quizo ir a   presentarle la obra acabada al viejo sabio, a quien consideraba su más entrañable amigo. 
El viejo sabio contempló en silencio por unos segundos, suspiró derrotado y luego dijo ha sido suficiente. El viejo pintor no comprendió, pero el sabio le explicó todo aquello que siempre debió saber y, no obstante, siempre había ignorado. El joven convicto, el estibador del puerto y el viejo sabio eran el mismo hombre; sus tres modelos eran uno solo. No en términos metafóricos, sino muy reales: al caer desde la ventana contra el tejado del vecino el joven convicto se había roto una pierna, lesión que jamás sanó del todo, por eso el estibador arrastraba una ligera cojera y el viejo sabio usaba bastón. La cicatriz que el joven convicto exhibía en su quijada izquierda debió ser camuflada, cubriéndola con una barba rala —mas nunca pareja— desde su huída en adelante. Su paso por la clandestinidad le había obligado a cambiar recurrentemente de domicilio, por eso desapareció luego de ser pintado por segunda vez y por eso se retiró al campo de viejo.
El viejo pintor no acaba de comprender, así que el viejo sabio dejó a un lado los rodeos:  
¡Yo, que he sido un animal, un esclavo y un santo! ¡Yo, que he dormido entre forajidos, confraternizado con jumentos y escalado sobre los hombros de gigantes! ¡Yo, que soy el uno y los muchos, demoledor de la roca y espíritu del agua, a quien el tiempo ni daña ni mata, te condeno! —sentenció furibundo, inmenso e incontestable—.
No era un hombre sino un ángel, un demonio, un dios...



—¿Cuál fue la condena del pintor, Maestro? —interrumpió Cartes. 
—Fue condenado a volverse él mismo un sabio y eternamente errar por el mundo enseñando lo que había aprendido: que de la humana naturaleza nada sabía ni podía saber.