Iba el Maestro seguido de sus discípulos, cuando vieron a dos tristes mendigos que a la vera del camino pedían limosna. Se acercó el Maestro con el objeto de reavivarles los corazones, comenzando por inquirir sobre sus desdichas:
—Somos tan pobres que nos hemos visto resignados a la sórdida mendicidad—contestaron al unísono.
—Buenos hombres, no estéis tristes —retrucó el Maestro—. Por muchas y graves que vuestras penurias sean, mucho hay también por lo que debéis agradecer, pues otros hay en el mundo con peor suerte. Hasta el más pobre de los hombres puede buscarse un oficio, si la salud le acompaña.
—A nosotros no nos acompaña, pues somos leprosos y las llagas que cubren nuestro cuerpo son tan dolorosas que nos impiden movernos —respondieron al unísono los mendigos—, no hay oficio para el que sirvamos.
—Duro es perder la hacienda y la salud —apuntó doctoralmente el Maestro—, pero por muy incapacitado que esté un hombre ante el resto de la sociedad siempre tendrá un lugar en su familia. Otros hay con peor suerte que ni siquiera gozan del cobijo de sus parientes.
—Por desgracia es nuestro caso —los mendigos apuntaron quejumbrosamente—, durante la guerra nuestro pueblo fue arrasado y todos nuestros familiares y amigos pasados a cuchillo.
—Severísima ha sido con la vida con vosotros, pero... —el Maestro miró al cielo en busca de inspiración— todo hombre, por más privado de hacienda, salud y familia que se halle accede a la generosa bondad de la contemplación de la belleza de la naturaleza. Otros más desdichados hay que ni siquiera aquello, que es del todo gratuito, pueden disfrutar.
—Quizá el señor no lo haya notado —se apresuraron a responder los cabizbajos mendigos—, pero ambos somos ciegos, para nosotros el mundo es una cárcel confusa y cruel. ¡Nadie hay más desdichado que nosotros!
Ya un tanto impaciente y ofuscado el Maestro ordenó a Cartes que fulminara de un tiro de ballesta al primer mendigo. Mientras la sangre manaba a borbotones sobre su vientre intentaba infructuosamente, entre agónicos jadeos, extraer la saeta que se había incrustado casi por completo en su pecho. Se acercó entonces el Maestro al segundo mendigo, quien sollozando y sin acabar de comprender aferraba frenéticamente el brazo de su compañero, y le dijo alegremente:
—¿Cómo te sientes ahora?
No atinó a responder palabra el segundo mendigo.
Continuó sonriente el Maestro su camino, satisfecho por la buena acción de la que había hecho testigos a sus discípulos.
Otros hay con peor suerte que ni siquiera se encuentran vivos.
ResponderEliminarEnseñanza que más vale performar.
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