miércoles, 2 de enero de 2019

El camino de la verdadera sabiduría

Señor, dame fuerza para cambiar aquello que puedo cambiar,
dame paciencia para tolerar aquello que no puedo cambiar 
y, por sobre todo, dame sabiduría para discernir lo uno de lo otro. 

Han sentenciado los entendidos que cuatro, ni una más ni una menos, son las historias. Y que, de la ley innata, inscrita durante eones de incubación en el seno del Creador, le vienen al Hombre dictados sólo estos cuatro destinos, del primero al último, así lo quiera o no. 

Esta es una de aquellas historias, pero no se confunda el lector, pues aun siéndolo no es real ni necesita serlo. Seamos librados entonces de la prosaica pasión de añadir nombres propios, hitos geográficos, fechas y anécdotas que meramente pueblan de maleza el prado de la esencia. Toda historia digna de ser contada no precisa de nombres propios ni gentilicios más que de uno y su fuerza elemental radica en su carácter ficticio, que es la más pura de las verdades.

Su origen –si tal cosa existe– ha de rastrearse muchas generaciones atrás. No se trata, empero, de la gran sinfonía cósmica que esculpió el tiempo y el espacio en los siderales abismos vacíos ni del milagro del primer viviente abriéndose paso en el caldo primigenio, sino que el protagonista de esta historia es un hombre, que es cualquiera y también todos, por lo que será llamado, a secas, El Hombre. En conclusión, he aquí el camino de toda una vida, que nunca ha dejado de ser vivida

Miró El Hombre sus manos y sonrió, pues en ellas halló el poder, luego miró a su alrededor y temió. Comenzó así la larga guerra del Hombre contra la Naturaleza. Al precio de penurias y trabajos dominó el fuego, cavó las fosas primeras, elevó templos fastuosos, pintó dioses y monstruos y se volvió contra sí mismo, pero también probó los mórbidos placeres y compró con su sangre las verdes praderas sobre las que se creyó eterno. Lloró, pero también rio, mordió la amargura del odio, pero también saboreó las mieles del amor y un mundo nuevo vio la luz. Allí y entonces El Hombre, nuestro hombre, nació.

Nació como cualquiera, respetó a su madre y a su padre las más de la veces, oyó más de lo que habló, a duras penas abrió las puertas de su entendimiento y conoció mujer, contra cuyo cuerpo nada puede la razón del ilustrado ni la vorágine del bravío.

Puede el lector imaginar a su gusto las vicisitudes puntuales que hubo de enfrentar, su aspecto, clase, aversiones y aficiones. Nada de ello altera realmente este relato, pues nada de ello es esencial. En fin, ocurrió que un día –y la causa circunstancial también puede ser aportada por el lector (el abandono de la mujer, la revelación de la divinidad, el asombro intelectual, etc.)– El Hombre comenzó a pensar, a pensar de verdad. Las noches en vela y los días en penumbras se volvieron su norma y los antiguos placeres no le parecían ya más que baratijas de una infancia brumosa y triste.

[INTERPOLACIÓN DEL COMETARISTA: ¡Ay de aquel que no cuenta en su haber siquiera una noche negra! Quien no ha conocido la soledad y la duda, contra ellas batalla leal ha plantado y ha vencido, será proscrito de la transparente mansión donde la obra y la vida son perfectas y sólo el olvido morderá su carne corrupta.]

Emprendió así El Hombre un viaje –El Viaje– a través de las vastas extensiones del mundo, con el único y firme propósito de hallar la sabiduría. Paradójica virtud que decidió perseguir, pues sólo la desea aquel que de ella posee apenas un poco. 

Comenzó peregrinando de pueblo en pueblo para interrogar al más sabio de cada lugar. Muchas cosas vio y oyó de encumbrados y chapuceros hasta que hubo de recordar edades más antiguas y vislumbrar un futuro más distante: supo que progresaba.

En efecto, apenas un par de décadas le bastaron para volverse él mismo un maestro. Mas, si bien había dedicado toda su vida a la búsqueda de la sabiduría, todavía no la había alcanzado por completo. Faltaba aún la prueba final que todo héroe debe superar para concluir su periplo. Ella no era otra que entrevistarse con el mayor sabio, maestro de maestros, emcumbradísimo auscultador del mundo, discretísimo señor providencial, doctísimo doctor en doctas doctrinas y un largo etcétera.

Reitero que esta historia necesita apenas un nombre propio, helo aquí: Persei. El sabio se llamaba Persei y, por extraño que parezca, era italiano. Leyó bien el egregio lector: i-ta-lia-no. Excelente cuna para un artista, un burlador de mujeres, un mecánico o un futbolista, ¿pero para un sabio, el mayor sabio? ¡Sepa Dios –¡ensalzado sea!– cómo y por qué traza sus metafísicos dramas! De todos modos, no es materia tal para que este cronista la licencia de disentir pueda permitirse. El sabio Persei era italiano y punto.

Estos lacónicos datos, nombre y nacionalidad, eran los únicos de que disponía El Hombre para dar con el paradero de Persei. Considerando el carácter anacoreta de la mayoría de los sabios (del cual Persei no era excepción), la superficie del globo terráqueo y la edad que nuestro protagonista ya cargaba sobre sí varias décadas le habría tardado hallar la esquiva ermita. Trayecto que, cómo no, estuvo plagado de dificultades, retos, personajes incidentales, acertijos y de todas aquellas florituras literarias de que han hecho gala, tan diestramente, mejores narradores que este cronista, provenientes de más elevadas épocas que nuestro inopinado presente. 

Del aspecto de Persei ni pista hay. Lícito es, por tanto, para el lector imaginarlo como guste. De largos cabellos desgreñados o de calva lisa como la obsidiana y señorial barba encanecida, yaciente sobre su regazo. O bien de un perfil más joven: la tupida barba castaña y rala, algunas marcas de expresión en ojos y frente, nariz aguileña, piel tostada y el cabello revuelto delator de un par de entradas en las sienes. Los más creativos inclusive lo han imaginado de factura oriental: luengos y finos bigotes, ojos de lince, uñas largas, envuelto en sedas y experto en algún olvidado arte marcial milenario y letal. Retrato este último desaconsejado por este cronista por fidelidad a la nacionalidad de Persei. Con todo, la única seña pacífica es la barba, todos los sabios llevan barba. 

A esta mítica figura halló El Hombre en la cima de la más alta cumbre, en la espesura del más denso bosque o en la más remota isla del más vasto océano; que todos estos parajes tan extremados le vienen igualmente bien a este relato.

No cabía El Hombre de su exultación. Décadas de vagar con lo puesto, padeciendo hambre y frío, tocaban a su fin, peligros y tropiezos vividos e imaginados se apilaban en el baúl de los recuerdos. Es más, durante su periplo tantas y tan grandiosas hazañas había completado, tantas inefables maravillas contemplado y tan alta fama cosechado que casi se resistía a concluirlo. Pero, sabio como se había vuelto, desechó en un tris aquellos mundanales honores en pos del supremo bien –la Suma Sabiduría– que había venido a conquistar.

Fruto de su dilatado trato con sabios menores, El Hombre había llegado a la conclusión de que el sabio mayor debería, a diferencia de todos ellos, responder directa y escuetamente a toda pregunta que se le formulase. De este modo resolvió que el mejor método para discernir al verdadero del imitador, al doctísimo doctor en doctas doctrinas de un truhan retórico, consistía en preguntarle derechamente si, en efecto, era Persei. Y en su nativa lengua italiana así lo hizo:

Sei Persei?
Trentasei.

Y se esfumó para siempre el sabio, gozoso por la misión cumplida.

2 comentarios:

  1. Es primera vez que entendí la talla, y eso que ya lo había leído antes jajaja

    Me encanta esta expresión: "que pueblan de maleza el prado de la esencia"

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  2. Le debo este chiste largo a mi mamá, quien a su vez lo rastrea hasta Fernando Alarcón.

    Antes de escribir esto nunca había pensado en la esencia como un prado. Se guarda en el arsenal.

    Bonus: fotos, presumiblemente apócrifas de Persei.

    https://www.google.com/search?q=pirlo&safe=off&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwiLw5j99fDfAhXXIrkGHZbuDowQ_AUIDigB&biw=936&bih=767

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