Yo oí el cielo rugir y vi el rayo caer,
los nubarrones bullentes planeaban
sobre las palmeras y los chasis ya crepitaban tímidamente.
Y entonces el trueno encabritó la obra del hombre,
relinchó y dio coces por la plaza.
Un coro electrónico de alarmas
repetitivas disonaron desfasadas
barriendo con los transeúntes,
como hormigas desbandadas bajo la lupa escrutadora
de un niño —que bien podría ser Dios—.
Y ese Dios —que era un niño— atravesó
el cielo denso con la lupa
escrutadora de la omnisciencia
y sobre este otro niño su capricho posó
y sentenció: tú temerás.
Cruento, pero impecable,
fue este primer mandamiento
e imponente, a ojos de un niño,
la tempestad bautismal.
Era el mundo en bruto, nada más que el mundo,
que tomaba por asalto un alma nueva.
Ráfagas enfurecidas torcían el tiempo y el espacio
dentro de esa cabecita,
cuyo cortocircuito obligó a la mano
—la diminuta mano de un niño—
a contraerse sobre la mano maternal que lo aferraba.
Es solo un temporal, perfectamente natural.
Iones y electrones
y otras maravillas desfilaron
por vez primera
ante el entendimiento incipiente
de este niño temeroso,
que dejó de temer.
Y desde entonces mi Prometeo tiene rostro de mujer.
Me encanta. Creo que captura muy bien el terror instintivo que sentimos ante las tormentas y otros fenómenos de la naturaleza.
ResponderEliminarCuando hablas de prometeo con rostro femenino, ¿te refieres a la madre que explica al niño lo que ocurre, y apacigua su terror?
En efecto, a eso me refiero. Aunque en mi caso fue mi abuela.
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