domingo, 15 de julio de 2018

4. En el principio fueron las Arañas

Sea del Hombre el don de la memoria,
pues de pasados milenios cantamos,
guíenos el Altísimo rogamos,
para darle a tal verdad mayor gloria.


Pesante y sinuosa es la trayectoria
de la Humanidad, creada por amos
crueles, monstruosos, viles. ¡Repudiamos
furiosos a la Araña vejatoria!


Del Tiempo del Cautiverio el relato
este trata, del humano lagar
donde medró el innombrable maltrato.


Mas quiso el Hacedor iluminar
insuflando en el Pionero el mandato:
del Hombre es deber jamás olvidar.


En el principio fueron las Arañas, que sobre la Meseta Llagado fueron señores y dioses, cada una sobre sí misma. Era el Mundo en ese entonces por entero desierto e ignoto y solo las Arañas hollaban con sus ocho patas las arenas primigenias.
Según hubieron de comentar largo tiempo después cada una fue arrojada a la existencia por separado y sin haber sido tampoco apercibidas de la existencia de sus congéneres. Largos eones erraron las Arañas sobre el Continente sin entender el porqué, ni el cómo, ni el cuándo. Sin embargo a sus corazones de acero estas preguntas poco podían importar realmente, pues lo único que les conmovió siempre fue el hambre, a cada una su propia hambre: excluyente pasión, destino y trayectoria trágica de los monstruos originales.
Hambre aguda y permanente padecían y no sabían la causa, solo sabían que la padecían y que alimento ninguno habían visto.
Así, durante miles, millones de años, fueron deambulando sobre la Meseta Llagada hasta trabar entre sí conocimiento. Acuñaron entonces el misterioso saber de la presencia de una pluralidad de seres como el propio, iguales y ajenos a la vez, múltiples y empero únicos. Pero como el hambre ancestral no cejó y no pudiendo saciarse de las piedras, ni del aire, ni del agua, ni de las hierbas, pensamientos malignos invadieron a los recientes individuos. Y hubo de ser pronunciada por vez primera sobre el Continente la palabra que nuestros antepasados declararon maldita: canibalismo.
Larga y cruenta fue la guerra que cada una libró contra todas las demás, y todas las demás contra esta y contra todas las otras, porque sus corazones no habían sido creados sino para la propia hambre. Todos los días torturaban, mataban, comían y reían, siempre reían.
Durante milenios perduró esta guerra, hasta que un miedo mayor que el hambre cerniose sobre las pocas supervivientes: ¿qué ocurriría cuando la última Araña victoriosa devorase, risueña, a la penúltima Araña perdedora? Largo tiempo cavilaron sobre esta posibilidad de que el éxito derrotara a la improbable ganadora. Y en cada tórax de cada octópodo anidó la duda.
En grande y pomposa asamblea congregáronse las Arañas para tratar el asunto de su inminente extinción. Largo tiempo discutieron mostrándose de cuando en cuando los colmillos unas a otras, pero también esgrimiendo agudas palabras y complejos razonamientos. Finalmente resolvieron que la guerra no podía continuar y que en su lugar tendrían que, de aquí en más, aprender a vivir juntas y en mancomunidad. Sin embargo quedaba irresoluto todavía un problema capital: ¿de dónde obtendrían los alimentos que acabarían con el canibalismo? Nombraron al efecto al mayor sabio que entre ellas había y econmendáronle la tarea de erradicar el hambre. Mientras tanto asentáronse en la Gran Quebrada, y construyeron sus solares y cuarteles en las Cavernas Perennes, que guardan el torrente del río Tremoro, que significa “el triste”.
Largo tiempo el Artífice caviló antes de arribar a su primera conclusión: que en el Mundo no había alimento alguno para su raza. Como ni la piedra ni el aire ni el agua ni las hierbas demostraron ser nutritivos, el Artífice dedujo que las Arañas no eran seres hechos ni de piedra, aire, agua o hierba, sino que estaban compuestos de una sustancia diferente de todas aquellas a la que llamó carne. Dado que lo semejante gusta de lo semejante, dedujo que tan solo la carne podría alimentar a la carne.
Mas este brillante razonamiento le regresaba a la cuestión cuya solución le era imperiosa. Volvió a filosofar encumbradamente el Artífice para comprender que solo cabía una posibilidad: debía crear carne nueva. Debía dar vida a una nueva clase de seres hechos de carne, que se multiplicasen y prosperasen, para que su raza no pereciera. Y así dos dones primarios vieron la luz el mismo día sobre el Continente: la Creación y la Ganadería.
Recordando el principio de la semejanza el Artífice decidió sacrificar a la araña más débil para  mezclar su carne con agua y envolverla en una pupa de seda de propia hechura. Dejó la pupa largo tiempo incubar en la humedad de las Cavernas Perennes hasta que de ella eclosionó una criatura inédita. Piel dividida en celdillas, ojos saltones, cuerpo alargado y resbaladizo, extremidades aplanadas: tratábase del pez primigenio. La creación probó ser útil a su propósito así que sin demora más y más peces fueron fabricados por las Arañas laboriosas, los que fueron criados en charcas artificiales excavadas en la frialdad de las cavernas.
Volvieron pues a comer hasta el hartazgo; volvieron a torturar, matar y reír. Pero durante el verano una inclemente tormenta azotó la Gran Quebrada y toda la Meseta Llagada. Desde el cielo descendió un diluvio que anegó las Cavernas Perennes, convirtiendo las charcas donde los peces esperaban su hora en un pequeño océano que fluyó hasta fundirse con el cauce del Tremoro y desembocar en la Panthalasa. Perdieron de este modo las Arañas su alimento al tiempo que poblábanse las aguas del Mundo con los nuevos seres emancipados.
Dado que las tormentas sucederíanse cada año, el Artífice resolvió probar otra fórmula. Ahora en la pupa de seda mezcló la carne sacrificada junto con piedra de las entrañas de la Gran Quebrada y al sol la dejó incubar. Eclosionó ahora un ser diverso de celdillas más ríspidas, garras y cola: el reptil originario. Su carne fibrosa satisfizo el hambre de las Arañas, por lo que ordenose su fabricación a gran escala y pronto un nuevo festín presenció la Meseta Llagada.
Pero el crudo invierno trajo el letargo y la congelación a los nuevos seres, cuyos jugos dejaron de fluir tibiamente dentro de sus cuerpos pétreos y ya no pudieron ser bebidos por las Arañas. Asumiendo el fracaso, los abandonaron a la intemperie. Pero con la llegada de la primavera, de súbito los reptiles descongeláronse y a ellos retornó su natural vivacidad. Ágiles como ellos solos, fácilmente escaparon de los desprevenidos carniceros para dispersarse en busca de tierras que fuesen más de su agrado. Fue de este modo poblado por vez primera el Continente. Y las Arañas volvieron a su hambre.
Nuevamente frustrado el Artífice ideó ahora una pupa rellena con la carne sacrificada y aire, en lugar de piedra, de la que emergió otro ser totalmente distinto de los dos anteriores: el ave primordial. Pero antes inclusive de que las Arañas pudiesen cebarse en las neófitas criaturas estas súbitamente extendieron sus extremidades y agitáronlas, elevándose hacia el aire, su elemento. Sin problemas ascendieron y ascendieron lejos de los insaciables colmillos de los arácnidos. Pobláronse así los cielos del Mundo y las famélicas Arañas debieron lamentarse una vez más.
Por cuarta ocasión el Artífice preparó una pupa con la carne octópoda, pero esta vez la combinó con un puñado de hierbas. De la pupa brotaron las bestias mamíferas en múltiples formas y tamaños. Ahora sí pudieron las Arañas comer hasta el hartazgo. Y no solo comieron, sino que conocieron la delicia de la sangre caliente, por la que ahora deliraban. Sin miramientos produjeron y faenaron a los jóvenes caballos, cerdos, vacunos, simios, felinos, caninos. Tal fue el frenesí, que abotagadas y embriagadas de tanta bacanal, olvidaron vigilarlos y durante aquellos años las criaturas maduraron hasta hacerse briosas y bizarras. Cuando los amos quisieron volver a probar bocado no pudieron siquiera hincar sus colmillos sobre las bestias mamíferas porque, las ahora grandes bestias, embistieron instintivamente contra sus creadores. Provistos del calor de su sangre y armados de garras, dientes y cornamentas lograron abrir una brecha en la falange arácnida, que permitió a los mamíferos más pequeños y avispados guiar la huída.
Innumerables Arañas perecieron ese día y tan dañoso fue el desastre que ya sin comida, heridas y diezmadas convocaron a nueva asamblea para exigirle cuenta al Artífice, quien había dado vida a seres siempre más nefastos en cada intento.
Bajo la amenaza de disolver su sociedad y retornar a la guerra natural se lo llamó al estrado. El Artífice explicó que le resultaba posible desencadenar nuevamente la Creación, pero esta vez sería necesario tomar en cuenta ciertas prevenciones dictadas por las fallidas experiencias sufridas. Declaró que la criatura definitiva debía ser de sangre caliente por su superior valor nutritivo y la especial delectación que despertaba en sus congéneres. Declaró también que debía ser diferente de los mamíferos iniciales, pues debía ser débil, desprovista de colmillos, garras o cuernos este ser no sería duro ni encumbrado, sus sentidos serían mediocres, su indefensa niñez prolongada y lento su aprendizaje. La asamblea oyó atentamente al Artífice para, luego de muchos devaneos y polémicas, votar por una quinta y última oportunidad.
Por vez postrera el Artífice rellenó la pupa con la carne sacrificada combinada con una pequeña dosis de cada uno de los elementos anteriores: agua, piedra, aire y hierba. Todo lo disolvió dentro y al sol dejolo cocinar. Nueve meses después pisó el Continente el primer hombre. Tras ser minuciosamente examinado el nuevo ganado satisfizo a todos los comensales. Se los produjo por miles y fueron destinados como prisioneros dentro de las Cavernas Perennes.
Pronto comprendieron que para que el Hombre engordara, se llenase de cálidos jugos y se multiplicase debía ser alimentado, pues no era capaz de granjearse bocado alguno de propia mano. Así que tendieron redes inmensas, de risco a risco, a lo largo de la Gran Quebrada. Los constantes vendavales de las tierras exteriores traían periódicamente semillas, esporas, aves y otros animales errabundos que quedaban indefectiblemente atrapados en La Red, de donde las pacientes Arañas los recogían y apilaban al interior de las Cavernas Perennes.
De esta forma el Hombre fue cebado por el Pueblo de los Hambrientos, prisionero bajo la roca, privado del sol y del viento. Allí nuestros ancestros fueron criados hasta antes de alcanzar la adultez, momento en el que eran faenados para deleite de los octópodos. Volvieron entonces las Arañas a torturar, matar, comer y reír. Y rieron esta vez con destemplada soberbia porque pensaron ser invulnerables y eternas, ya que creían haber dado con el ganado definitivo.
En aquellas sórdidas grietas el Hombre creció padeciendo frío, miedo y hambre ininterrumpidos. Los hermanos torturaban a los hermanos, los padres mataban a los hijos y los fuertes devoraban a los débiles, pero nadie reía.
Al contemplar su éxito sin precedentes las Arañas rápidamente olvidaron el miedo que les provocaba el hambre. Soberbia, pereza y gula camparon entre el Pueblo de los Hambrientos, asentóse el vicio y olvidose el hambre. En este nuevo y lisonjero estado por única vez en su historia alcanzado dejaron de termerla.  
Mas ahora que el hambre no inquietaba los corazones depredadores un nuevo temor pergeñose: ¿no había entre ellas uno tan sabio y poderoso que había desencadenado el don de la Creación? ¿No era él capaz de crear, ahora, seres ágiles como reptiles y fuertes como bestias a los que quizá sabría adoctrinar en contra de las otras Arañas? Convocaron pues a novísima asamblea con el pretexto de condecorar al Artífice por el hecho de sus maravillas. Y allí, premunidas de este alevoso y atrabiliario contubernio, dieronle muerte sin conmiseración alguna. Como final e infamante ironía arrojaron su cadáver dentro de las Cavernas Perennes para que las criaturas devorasen al Creador.
Y volvieron a reír.
Púsose fin por medio de este crimen al ciclo de la Creación.
Transcurrieron milenios de Arañas opíparas e imperturbables y Humanidad agónica, mas el reinado de los Hambrientos no habría de ser eterno.
La Historia no guarda registro alguno del nombre de quien vio caer aquel rayo sobre La Red y comprendió los estragos que el fuego producía en la fortaleza de los amos. Tampoco sabremos jamás las circunstancias de tan trascendente observación. Nunca sabremos si fue fruto de haberse alimentado el Hombre con la carne del Artífice, si esta nutrición especial amplificada a lo largo de miles de generaciones indujo en nuestros antepasados, insensiblemente, el arte nuevo del pensamiento; o si, en realidad, se trata de un don innato a todo el género humano. Lo único cierto es que en alguna jornada específica de aquellas inmemoriales edades un hombre, en realidad un niño, sintió nacer en su cabeza algo que, hasta entonces, había sido exclusiva potencia de las Arañas: tuvo una idea. La Idea primera e incausada.
Con un viejo madero desechado en cuya punta enrolló hilos de La Red improvisó lo que en nuestros días llamamos antorcha. Aguardó y aguardó durante años largos y tristes a que un segundo rayo golpeara la tierra a su alcance mientras combatía el hambre y el frío, mientras luchaba para no ser muerto y devorado por sus hermanos.
Y la Providencia no defraudó a este pionero, pues un nuevo rayo cayó justo donde debía. Seguramente valiose de la confusión en la guardia para acercarse a las llamas, encendiendo la antorcha, que blandió furioso contra sus creadores. Abrió su camino a llamaradas a través de la fortaleza y fuera de la Gran Quebrada hasta verse libre de sus perseguidores, quienes al poco andar desistieron de la innecesaria cacería de un único ejemplar del todo fungible.
Ocurrió luego el segundo milagro. Al principio su escape fue raudo e irreflexivo, solo pensó en sí mismo, en vivir un nuevo día y en especial en dejar de padecer su hambre. Sin embargo llegado un cierto punto en su trayecto y estando más sereno algo nuevo nació no de su cabeza esta vez, sino de su vientre. Algo que le impulsó a volver, algo que evidentemente no era la consabida hambre ni la reciente idea, potencias ambas que el Hombre comparte con las Arañas, sino algo completamente nuevo. Este primer pensador había inventado el amor.
Volvió entonces a hurtadillas El Incinerador a la fortaleza de la Gran Quebrada y allí prendiole fuego a la trama principal de La Red y a cuanta Araña en su camino encontró, carbonizó a los centinelas de las Cavernas Perennes y liberó a la Humanidad.  
Comenzó pues la peregrinación del Hombre sobre el Continente, muchos y muy cruentos serían los padecimientos que enfrentaría en las eras venideras. Fue este el hito que inauguró aquello que los antiguos sabios llamaron el Tiempo de la Libertad.
Y así cada puñado de fundadores emprendió un rumbo diferente, esparciéndose a lo largo y ancho de las cuatro esquinas del Mundo para que ya no fuera este desierto e ignoto.
Y desde aquel entonces el Altísimo Benefactor Dios -¡ensalsado sea!- descendió para fijar su mirada sobre los hijos del Hombre.
En cuanto a las Arañas nada es seguro. Privadas por gracia del Incinerador del ganado no tuvieron ya alimentos al alcance y privadas por propia culpa del Artífice no pudieron por sexta vez desencadenar la Creación. Fuerza es deducir que el miedo que les infundiera el Incendio de la Fortaleza llegó a ser tal que no se aventuraron jamás fuera de la Gran Quebrada, pues no son mencionadas más en las crónicas de los sabios posteriores. Se deduce entonces con segurísima seguridad que volvieron a lo suyo: la guerra y el canibalismo.


NOTA AL MARGEN: ¿Quién sabrá si luego de transcurridos tantos milenios y milenios de milenios quizá esté aún oculta la última Araña de los Días Antiguos, del Tiempo del Cautiverio, en la Gran Quebrada? Esta Araña victoriosa ciertamente ha de ser la más fuerte, astuta y afortunada de cuantas sobrevivieron a la Liberación, pues pudo devorar a las demás. Y posiblemente esta Araña, la última, estará agazapada en su escondrijo, solitaria, hambrienta y temerosa. Posiblemente estará aún aguardando tras eones de abandono y en su espera se estará preguntando ahora mismo el porqué.

2 comentarios:

  1. El mejor relato de la creación. También explica el generalizado temor a las arañas, pese a su tamaño.

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    1. No había pensado en lo último, yo lo atribuía al veneno. De todos modos es una buena explicación del origen de ese ancestral repudio.

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