De poco sirvió la prosperidad de aquella república para contentar a los hombres de las provincias, quienes con justa razón levantaron querellas y discursos denunciando la prepotencia de la capital, desnudando los abusos de los funcionarios centrales y abogando por una justa distribución del poder.
En efecto, se habían registrado ya casos por montones, de todas las naturalezas y magnitudes, que no hacían más que llamar la atención de los ciudadanos respecto al desmesurado centralismo, que como un cáncer, consumía al Estado y asfixiaba a sus súbitos.
Registran los cronistas la situación de un ciudad meridional cuyo ayuntamiento, diseñado por arquitectos capitalinos, no contaba siquiera con chimenea para enfrentar el cruel invierno sureño. Carencia tal suscitó la ocurrencia, muy folklórica y lógica por parte de los lugareños, de encender una hoguera en el salón central, dando como resultado nada menos que el total incendio del edificio junto con varios de sus ocupantes. Culpa de los centralistas clamó toda la ciudad al unísono al contemplar las ominosas ruinas mientras alzaban los puños en dirección al norte, intentando un gesto de amenaza contra la omnipotente capital, que se situaba justamente en el centro del país (no por nada se hablaba de centralismo).
Se sabe inclusive que los arrogantes burócratas del gobierno central mandaron a construir, en una célebre ciudad del desértico norte, tajamares para el riachuelo que la atravesaba, dilapidando el erario público en meros caprichos ornamentales. ¡Y peor aún! Ni siquiera se encargaron de su mantenimiento, que con sorna delegaron en los dignatarios locales, como si de una servidumbre menor se tratase. Por esta razó no pudo ser prevenida la Gran Inundación, de cuyas luctuosas consecuencias ya todo el Continente estará enterado. Negligencia de los capitalinos exclamaron todos los justos hombres de provincia al ver anegada su –casi siempre – árida ciudad.
No era posible sino desconfiar de los funcionarios centrales, que de tiempo en tiempo arribaban a las provincias, puesto que no dejaban pasar ni un bienio administrativo para encargarse empeñosamente (¡que para esto si que eran diligentes!) de vaciar el caudal impositivo local con el objeto de derramarlo sobre la codiciosa capital. Y ni hablar de los capitalinos de a pie, que no emigraban sino con el reprobable propósito de aprovecharse de la amabilidad de los provincianos estafando, robando, saqueando, cobrando sobreprecios, imponiendo intereses abusivos y cometiendo cuanta otra fechoría estuviese sancionada en el Código Penal y en el Código Moral.
A tanto llegó en esta república la contradicción centro-periferia, que al poco andar hasta el lenguaje se vio modificado, escindiéndose tres dialectos locales a partir de la primitiva lengua oficial. Los recientes lenguajes se diferenciaban por la diferente semántica del binomio norte-sur. Mientras en el norte de la república la palabra sureño era considerada el peor insulto que podía recibir un hombre de provincia bien nacido (y era pronunciada con una ligera inspiración), en el sur norteño era la ofensa mortal (que por su parte era acompañada de una ligera expiración). Mientras tanto en la capital las palabras norte y sur hacían referencia a vagos conceptos pseudointelectuales denominados puntos cardinales, ideas que, por lo demás, nunca fueron usadas para llevar ningún tipo de progreso a las provincias (y eran ambas pronunciadas sin ninguna inflexión especial). Como se ve, llegados a este punto, la unidad nacional era ya del todo insostenible.
De modo que estallaron las revueltas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad de cada provincia cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital no tuvieron otra opción que ceder.
Se creó entonces la Federación de las Tres Regiones (Norte, Sur y Centro), que hubo de instaurarse entre vítores de norteños y sureños (considerados aquí en referencia a los puntos cardinales, puesto que no es ánimo de este cronista insultar a ningún laborioso provinciano). Se decretó día de fiesta nacional y procedieron las nuevas autoridades elegidas de entre los residentes de cada región a tomar posesión de sus cargos. Al fin se veía en el horizonte la solución del aterido abandono que sufrieron largo tiempo las provincias.
Sin embargo, muy pronto comprendieron los ilustrados provincianos que su lucha no estaba aún concluida. Y esta vez las injusticias expandieron su cancerígena influencia, pues llegaron a importunar inclusive a los antiguos capitalinos, que para ese entonces pertenecientes a la Región Central de la Federación. Fruto de la nueva división político-administrativa hubo de crearse en cada región una nueva capital, que consideraba a todo el resto de la región como periferia, tal como lo hiciera originalmente la primigenia capital. Y estas tres ciudades entre sí conspiraban, como fidedignamente consignan en sus editoriales todos los periódicos autonomistas de la época, para hacer aún más miserable la vida en todas y cada una de las inocentes provincias.
Volvieron a sucederse las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad de cada provincia de cada región cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital de cada región no tuvieron otra opción que ceder.
Pero esta vez un Gran Consejo de Justos Hombres de Provincia, según sus siglas G.C.J.H.P., hubo de tomar cartas en el asunto para decidir la nueva configuración del país. De más está recordar que de su integración estuvieron vetados todos los residentes, siquiera temporales, de cualquiera de las tres deletéreas capitales. Tal como recomienda la recta razón solo fueron admitidos provincianos en dicho órgano representativo, pues de recibir un escaño un capitalino no haría sino complotar en contra de sus compatriotas y en favor de su ciudad, por estar inevitablemente abanderizado por su terruño, careciendo de toda imparcialidad.
Se llegó a la conclusión entonces de volver a dividir el país. Ahora habrían nueve regiones en lugar de tres, bastaría ello para dar contento a las reclamaciones de lado y lado y al mismo tiempo conjurar todo futuro renacimiento centralista.
Por desgracia, nuevamente los capitalinos, ahora de las nueve nuevas capitales, volvieron a conspirar en contra de sus compatriotas, impidiendo que el progreso les diera alcance.
Y Volvieron a sucederse las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad de cada provincia de cada región cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital de cada región, ahora nueve)¿, no tuvieron otra opción que ceder.
Esta vez correspondió al Gran Consejo de Justos Hombres de Provincia Detractores de Cualquiera de las Nueve Capitales y de Todos y Cada Uno de sus Habitantes, según sus siglas G.C.J.H.P.D.C.N.C.T.C.U.H., elaborar la novísima división del país. Para la bienaventuranza de todos los bienintencionados provincianos se decantó por la siguiente fórmula: de aquí en más cada ciudad sería un país autónomo en el pleno sentido de la palabra. Ello quería decir que la Federación de las Nueve Regiones quedaba para siempre disuelta y ya ningún vínculo jurídico o moral unía a los ciudadanos de una u otra ciudad.
No es la intención de este cronista negar el evidentísimo hecho cierto de que durante el correr de los siglos las nuevas polis enfrentaron problemas para desarrollar prósperamente su nueva autonomía, pero decidme si acaso cada noble causa no sufre sobre sí las mezquinas maquinaciones de los malvados, quienes no pueden sino odiar la justicia en cualquiera de sus formas. No fue esta la excepción. Muy pronto cada polis vio cómo la vecina ciudad, su antigua camarada en la lucha libertaria, subía los aranceles de entrada de productos extranjeros mientras subsidiaba los autóctonos. O bien, que a los viajantes foráneos se les cobraba peaje para cruzar por cada ciudad, aunque declarasen ser meros transeúntes en misión comercial.
De este modo, volvió a escindirse la antigua lengua oficial en un sinnúmero de dialectos arraigados en cada ciudad. Y no es para sorprenderse que en cada uno de ellos se empleasen los gentilicios de las demás polis como las peores ofensas de las que un mortal podía ser víctima, mientras que el gentilicio de origen designaba todas las virtudes habidas y por haber.
Y peor aún, los enemigos de la libertad volvieron a hacer de las suyas, esta vez infiltrados dentro de las autónomas polis se las arreglaron para crear una élite que hubo de tomar residencia en el centro histórico de cada ciudad. Tal fue la explotación a la que sometieron a sus conciudadanos de los barrios periféricos, que pasaron a ser llamados capitalinos, por su análoga nocividad y a pesar de estar afincados en la misma ciudad.
Y nuevamente estallaron las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los provincianos, que así se les llamaba ahora a los hombres de los barrios periféricos, sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en la capital, palabra que ahora quería significar el centro de la ciudad, no tuvieron otra opción que ceder.
La obvia solución llegó pronto: se debía terminar con todo lazo entre los barrios de cada ciudad, para que ninguna élite explotase a los laboriosos arrabaleros, neologismo para provinciano. Se eligió de entre los vecinos leales un alcalde por barrio, quien hubo de tomar posesión del cargo estableciéndose en una casona solariega en medio de cada barrio.
Edificantes medidas fueron llevadas a cabo en aquella época a fin de contener la siempre presente amenaza de la inveterada conspiración centralista.
En primer lugar, las fronteras entre cada barrio fueron cercadas y vigiladas por la policía militar, intimada expresamente para disparar a la menor transgresión de parte de un extranjero.
En segundo lugar, las familias fueron separadas y se les prohibió cruzar de barrio en barrio para celebrar sus reuniones y rituales.
En tercer lugar, las plazas fueron seccionadas por alambre de púas sobre el límite comunal.
En cuarto lugar, los balones que caían del otro lado eran inmediatamente confiscados por los servicios de inteligencia como evidencia de la hostilidad diplomática de los vecinos.
Finalmente, quienes residían en un barrio, pero trabajaban en otro, fueron inmediatamente descubiertos como espías centralistas. Por desgracia para la causa libertaria, y aún luego de innumerables tormentos, no soltaron palabra del maquiavélico plan que se traían entre manos, por lo que fueron ejecutados sumariamente. Así de seria era la amenaza.
¡Fracaso! Es la triste palabra que este cronista debe sacar a colación para describir los resultados de estas prudentes políticas. Claro está, que no fallaron por negligencia de los espabiladísimos arrabaleros, sino a causa de las maquinaciones fraudulentas de los centralistas de siempre, que habían logrado incorporar a su bando a los alcaldes de cada barrio, a través de los cuales comenzaron a explotar y tiranizar nuevamente.
Y por enésima vez estallaron las revueltas, marchas y barricadas por toda la periferia. En cada casa de cada barrio de cada ciudad cada hombre enarbolaba la bandera de la libertad. Durante largos años los arrabaleros sostuvieron sus luchas, hasta que finalmente en las casonas comunales no tuvieron otra opción que ceder.
Y cada casa fue una república autónoma y las cercas de púas, los tiradores en los tejados, los perros guardianes y los santos y señas se enseñorearon de todo el paisaje del antiguo reino.
[Párrafo ilegible]
¿Pero qué es acaso un padre de familia sino un líder, un hombre que se pone a sí mismo por sobre los demás y que bajo el pretexto de cuidar de ellos subrepticiamente los abusa? ¿No es acaso un potencial o actual esbirro del bando centralista?
La bandera de la verdadera libertad exigía la radical autonomía y así lo hizo.
Cada hombre de cada barrio de cada ciudad de cada provincia y región fue ahora su propio amo y señor. Llevó consigo su propia república, promulgó su propio e íntimo Código Penal y Moral, dictó sus sentencias sobre lo humano y lo divino, fue juez y verdugo de sí mismo y de sus congéneres.
Luego de proclamar su juramento final se dispersaron entonces todos los hombres por las cuatro esquinas del Mundo, con el firme propósito de nunca más volver a reunirse en sociedad, para así vivir por fin libres.
APÉNDICE: Narra Simeón Burgamán en sus Crónicas de la Libertad, que tras la Última Separación y con el correr de los siglos dentro de cada hombre la libertad prosiguió su camino lógico de desarrollo, que el autor identifica con la emancipación de las facultades del alma de una agencia moral centralizada y consciente. Al respecto señala: Si se enamoraba el corazón, dictando a través de rocambolescas pulsiones nerviosas la pasión desmesurada por el ser amado, la razón se atrincheraba en la más absoluta reticencia, desaconsejando de cuajo cualquier empresa romántica, so pretexto de salvaguardar el verdadero interés individual del huésped de ambas potencias anímicas. Y así en lata asamblea, polemizaban una contra la otra sin llegar nunca a concordia. Por su parte, la facultad apetitiva se limitaba, como siempre, a quejarse de padecer hambre y exigir una inmediata merienda. Claro está, a ojos de este cronista, que tal tesis debe ser enteramente rechazada, pues: primero, la distinción de las facultades del alma de la que el autor se hace eco, como ha sido comprobado posteriormente, no es más que una vil chapuza ideológica salida de las usinas centralistas, cuyo objeto es difundir la espuria creencia de que la parte racional del alma debe dominar a las partes apetitiva y volitiva, de la misma manera como la capital debe dominar a las provincias; y segundo, según el Diccionario Oficial del Individuo Emancipado de Toda Sociabilidad, según sus siglas D.O.I.E.T.S., la palabra individuo se define como ser completamente emancipado, límite natural de la libertad. Por ende, se entiende que no hay ulterior progreso de la libertad más allá del individuo. Baste esta refutación.
APÉNDICE SEGUNDO: Narra, nuevamente Simeón Burgamán, ahora en sus Crónicas de la Libertad Tranco Segundo, que tras la separación anímica acaece una nueva liberación: Fueron entonces los miembros del cuerpo físico quienes clamaron por la taxativa, categórica, inmediata y permanente abolición de todo lazo jerárquico que hubiesen tenido para con la cabeza o el corazón. Fácilmente lograron su objeto sometiendo a un régimen de hambre y sed al cerebro, dado que los brazos se negaban a llevar bocado a la boca y los pies rehusaban conducir al cuerpo hasta el abrevadero. De modo que, de allí en más cada miembro hizo básicamente lo que quiso, sin necesidad de coordinarse previamente con sus vecinos. Así, cuando la vejiga necesitaba evacuar la orina, el miembro viril se negaba pues demandaba satisfacción carnal por fricción manual, a lo que la mano se rehusaba, ocupada como estaba en escarbarse las uñas sin la ayuda de su gemela. Debe, a juicio de este cronista, admitirse en todas sus partes esta teoría, dado que: primero, tan solo un descreído centralista no adscribiría al sano y vivificante credo que propugna los más completos derechos y libertades naturales para cada miembro del cuerpo, así como para cada individuo, acorde a la evidente razón natural; y segundo, el Diccionario Oficial del Miembro Emancipado de Todo Centralismo Orgánico, según sus siglas D.O.M.E.T.C.O., sindica adecuadamente la palabra miembro como ser completamente emancipado, límite natural de la libertad. Por ende, se entiende que el ulterior progreso de la libertad enfila necesariamente hacia una república unimémbrica. Baste esta demostración.
[Párrafo ilegible]
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