martes, 7 de agosto de 2018

6. Sobre el arte de justa interpretación


En el Tratado sobre el Arte del Buen Gobierno de Yayarnuk el Suspicaz se lee, en su capítulo VII, la siguiente relación:

En aquel reino el Pueblo había visto menguar sin tregua durante los años y los siglos su, ya por sí misma, defenestrada situación. En efecto, se habían cometido contra los comunes toda clase de arbitrariedades y atropellos por parte del gobierno y sus secuaces: los impuestos habían aumentado exponencialmente, no había un solo día en que la plaza pública no estuviese regada con la sangre de los ejecutados políticos, a los campesinos les eran confiscadas sus tierras, los sin tierra eran convertidos en esclavos y de este calibre un largo etcétera.
No es de extrañar pues, que aquel día se hubiese congregado el Pueblo con clamores de revolución. Algunos gritaban a voz en cuello, otros aullaban, unos más cantaban, hubo quienes suspiraron, susurraron, profirieron, ulularon y declamaron; pero no importaba demasiado la modalidad de la locución ya que el mensaje era siempre, palabras más palabras menos, el mismo: “¡No al rey, sí al Pueblo!”.
De modo que el Pueblo alzado comenzó su marcha a través de la ciudad, antorcha en mano, hacia el palacio real. A su paso se iban sumando los entusiastas y asomando los curiosos. Con este inédito escenario se topó un labriego que venía de traer agua del pozo, cuando desde una estrecha bocacalle desembocó en la avenida principal. Justa razón fue la suya al preguntarse a sí mismo en voz alta qué sucedía. Y justa fue también la sorpresa cuando uno de entre el Pueblo le arrancó de su ensimismamiento:
“Va todo el Pueblo a matar al tiránico rey porque su ignominioso gobierno nos ha destruido a todos. Por eso llevan antorchas para incinerarlo. ¡Muera el rey, mande el Pueblo!”
Se encogió de hombros el labriego, que de los intrincados avatares de la política poco había oído y leído mucho menos, y siguió su camino. Cuando llegó a su cabaña descargó las cubetas con agua al tiempo que su vecino, el lavandero, le preguntaba por el barullo que se levantaba en la ciudad. El labriego, asumiendo el tono doctoral que estos asuntos demandan, le informó solemnemente que:
“Va todo el Pueblo a condenar al opresivo rey porque su nefasto gobierno nos ha esclavizado a todos. Por eso llevan antorchas para quemarlo. ¡Al destierro el rey, gobierne el Pueblo!”
El lavandero guardó silencio por unos minutos, tras los cuales se despidió del labriego, quien fue por más agua. Para alejar de sí los pensamientos excesivamente filosóficos, que como han demostrado los filósofos a nada útil conducen, enfiló rumbo al mercado con el propósito de comprar las hortalizas para la cena. El tendero, siempre parlanchín, le inquirió sobre los extraños sucesos que ese día ocurrían en la ciudad. El lavandero, como deshaciéndose de una carga, le contestó:
“Va todo el Pueblo a juzgar al negligente rey porque su detestable gobierno nos ha expoliado a todos. Por eso llevan antorchas para herirlo. ¡Latigazos al rey, administre el Pueblo!”
Empacó sus vegetales el lavandero y partió para su casa, dejando al tendero un tanto inquieto. Para aliviar tan grande impresión volvió a su pasatiempo favorito: pasar revista a las ganancias del día. Mientras se encontraba absorto en tan egregia actividad lo distrajo el saludo del herrero, quien venía de reabastecer sus existencias de mineral de hierro. Ni respondió al saludo ni esperó pregunta alguna el tendero para referir:
“Va todo el Pueblo a increpar al cuestionable rey porque su ineficiente gobierno nos ha postergado a todos. Por eso llevan antorchas para amedrentarlo. ¡Censura al rey, fiscalice el Pueblo!”
Semejante noticia tomó por sorpresa al herrero, quien no llegó siquiera a formarse la intención de profundizar en las posibles reformas que introduciría este insólito acto de desobediencia civil en el gobierno de la ciudad. Regresó taciturno a su taller justo a tiempo para reponerle una herradura al caballo predilecto del caballero, quien viéndole tan pensativo de inmediato le preguntó el porqué. Vaciló el herrero un momento ante la pregunta, pues no fuera a malinterpretar un señor tan principal, las legítimas peticiones del Pueblo. Finalmente decidió que su temor no podía sino ser infundado considerando la altísima educación y el buen juicio que el caballero había siempre demostrado tanto en los asuntos públicos como privados, por lo que habló libre y verazmente:
“Va todo el Pueblo a conversar con el mediocre rey porque su anodino gobierno nos ha resultado indiferente a todos. Por eso llevan antorchas para apercibirlo. ¡Procure el rey, participe el Pueblo!”
Salió el caballero al trote. Mucho caviló a lomos de su rocín respecto a este suceso tan pocas veces visto en la ciudad. Ponderó la justicia de la pretensión, la oportunidad de la ocasión y la corrección de los métodos, pero de todo aquel filosofar nada perduró en su entendimiento, puesto que ya se acercaba por la acera el acérrimo y también caballeresco rival con quien se había batido en la última justa. Se volcó entonces de lleno el caballero a pensamientos de desafíos, venganzas y lides de capa y espada. Ya tenía preparado su discurso para retar a su rival, cuando sin decir agua va lo abordó el visir, quien venía de sacrificar un cordero en el templo pidiendo, obviamente, por la estabilidad del gobierno. Mientras veía escapar la ocasión de parlamentar con su eterno némesis le preguntó el visir si conocía la razón de toda la trapisonda que envolvía la ciudad aquella tarde. El caballero, un tanto disgustado y otro tanto distraído, le contestó:
“Va todo el Pueblo a agradecer al respetable rey porque su benefactor gobierno nos ha amparado a todos. Por eso llevan antorchas para celebrarlo. ¡Gobierne el rey, infórmese al Pueblo!”
Volvió el visir al palacio real agradeciendo a Dios -¡ensalzado sea!- por haber oído sus plegarias a favor del buen gobierno, la prosperidad y el mutuo beneficio de todas las gentes del Pueblo. Tan contento estaba que resolvió celebrar tan especial ocasión con un buen baño de sauna. Ya plácido, después de haber sudado tanto, despidió a los siete mancebos que lo asistían para ir en seguida a informarle al rey la buena nueva:
“Viene todo el Pueblo a alabar al excelentísimo rey porque su excelso gobierno nos ha maravillado a todos. Por eso traen antorchas para idolatrarlo. ¡Mande el rey, obedezca el Pueblo!”
Al oír la noticia por poco no se atraganta el rey con el salmón ahumado que su decimosexto paje le servía en la boca. Se estiró sobre el trono un momento mientras disfrutaba del aire que le abanicaban su cuarto y noveno paje para luego incorporarse ceremoniosamente, adoptando un aire conspicuo que practicó reiteradas veces frente al espejo que sostenía frente al trono su vigésimo tercer paje. Decidió por fin que era ya hora de ponerse serio, así que despidió a sus ochenta y siete pajes de la recámara real para permitirle al visir vestirlo con su mejor túnica de gala. Se enfundó los guantes de plata, se calzó las botas de oro, se encopetó la corona de diamante y empuñó el cetro de marfil mientras exclamaba exultante:
“Si el Pueblo me quiere, aquí me tiene.”
Repitiendo a voz en cuello esta declaración y con los brazos abiertos hacia el cielo salió el rey a recibir al Pueblo en la plaza pública.

En efecto, fue este y no otro el verdadero fin de la monarquía en el reino de Mirnia y fue este su último monarca registrado, Hunesio VII. Ese mismo día fue proclamada, entre vítores de todas las gentes del Pueblo, la República de los Comunes. Todo privilegio de sangre y fortuna fue inmediata e indefectiblemente abolido, la tierra fue repartida igualitariamente entre todos los ciudadanos, se condonaron las deudas y se estableció una asamblea popular que hubo de gobernar durante los siguientes veinticuatro siglos, hasta la rendición de la ciudad ante el ejército del Simbal Gilmorán II El Conquistador.

GLOSA AL MARGEN: Muy por el contrario, el verísimo final de la monarquía no sucedió como aquí ha sido relatado. Antes bien, todo lo contrario. Los hechos ocurrieron de la siguiente manera. Aquel día efectivamente se congregó el Pueblo, pero con el muy distinto propósito de homenajear al ilustrísimo rey por el hecho de su prudentísimo gobierno. Sin embargo los astutos y maledicentes enemigos del legítimo monarca tendieron en torno a tan notable manifestación oscuras maquinaciones, que vaticinaban un inminente ajusticiamiento. De uno en otro los conspiradores, intentando borrar el rastro de su malicia, divulgaron la falsedad adelantándose a los hechos. Finalmente le correspondió al visir, mano derecha del rey (y por ello el más culpable de los traidores), advertirle sobre el supuesto peligro que corría. El rey incrédulo oteó por la ventana del palacio divisando a la multitud pertrechada de antorchas que se avecinaba. En una rápida y altruista determinación llegó a la conclusión de que no tenía el derecho de provocar un baño de sangre en el reino, razón por la cual abdicaría de inmediato para aplacar la inexplicable furia del populacho. Es motivo de maravillarse aún más con la abnegación de este monarca el hecho de que haya sido capaz de elaborar tan complejo razonamiento mientras salía raudo por la ventana trasera del palacio, asido de las enredaderas, para abordar un minúsculo bote a remo y navegar hasta perderse en el horizonte. Y tal fue el comedimiento con que se avocó a cumplir acto tan egregio que olvidó llevarse consigo a sus ochenta y seis pajes, ciento cuarenta y cinco purasangre de carrera y las varias toneladas de oro y joyas que poseía. Tremenda fue la tristeza y el azoramiento del Pueblo cuando, al irrumpir en el palacio entonando cantos de alabanza y gratitud, no hallaron a su rey ni a su guardia y ni siquiera al visir. En ese momento el Pueblo huérfano, entre sollozos, decidió levantar un gobierno provisional que en todo emulara las virtudes del anterior, con la esperanza de que el valerosísimo monarca retornase a su legítimo sitial. Si Hunesio VII llegó a enterarse de la devoción que su Pueblo le guardaba no se tienen registros, lo único cierto es que nunca retornó al reino de Mirnia, el cual desde su partida pasó a denominarse oficialmente como la República Revolucionaria Antimonárquica de los Comunes de Mirnia, en un claro homenaje al excelso gobernante desaparecido.

4 comentarios:

  1. Le creo poco al glosador. El primero es genial.

    Pd. Éste era un comentario que tenía en hold hace tiempo. Quedó en hold porque pensé mucho mis comentarios tras la actualización de Tragedia Griega. Finalmente comenté nada (aquella vez) porque todo remontaba a las bromas que hacíamos, y le quitaba solemnidad al blog jajaja

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Quizá tu intuición fue la correcta, la Tragedia Griega es uno de los pocos cuentos que carece por completo de humor.

      Eliminar
  2. O más bien, le quiero creer poco al glosador.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ese es el propósito de la glosa: obligar al lector a aguzar el arte de la justa interpretación.

      Eliminar