Los monolitos de Göbelki Tepe y sus efigies mitad hombres
mitad animales, cuyo ceño impasible escruta el interior
—siempre el interior—
de recámaras circulares dentro de recámaras circulares
consagradas a dioses occisos hace 10.000 años,
se cuelan de contrabando en los libros de texto
protagonizados por César, Napoleón y Hitler
y salpicados de 1215, 1492 y 1914
—que bien podrían ser la contraseña de mi tarjeta de crédito—
y otros tantos nombres y fechas
que son tan solo eso: nombres y fechas.
Tamborilean como lluvia sobre las mentes
los índices de inflación, de producción,
de desocupación, los climogramas y las fronteras
saturan el espacio craneal que yace aún
entre el balbuceo simiesco
y los fundamentos de toda futura metafísica
de animales venidos a más
millones de animales venidos a más
varios miles de millones.
Pero... ¿qué me importa a mí el Cromañón y el poblamiento americano,
la Guerra de Arauco y los gobiernos radicales?
Falaz e incompleta cadena, apenas postulada,
de vagas causas y efectos inanes
que poco y nada puede
ante la Historia real de los hombres y su geológico tedio,
ante los rostros arabescos recortados en las líneas de mi armario,
ante la vez que le grité a mi mujer por hambre (ni amor ni odio),
ante la rodilla que me duele al bajar más de 5 peldaños.
Muchas veces lo he intentado
y continúo enfermo de optimismo
—¡no crean que no!—
pero, volviendo al tema disertado:
¿de qué sirve la Historia, si no es para que vida y muerte mejoren?
¿de qué sirve si no colectará las penas de mi vieja que se muere?
La vanidad preña violadora y diligentemente todo afán
de quienes, como tú, yo y el Cromañón,
no somos sino animales venidos a más.
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