viernes, 26 de julio de 2019

Poesía. Recuerdos del eclipse del 2 de julio de 2019 en Santiago de Chile

Recuerdo una tarde sobre un tejado,
la fantasmal penumbra cósmica 
tiñendo de plata efímera 
las calles y edificios silentes
de un barrio de una ciudad del Cono Sur,
la vista área de los paisajes maternos,
ora tan familiares ora peregrinos,
y los destellos agonizantes 
sobre el chapitel del vecino. 

Recuerdo el vuelo de las palomas,
presuroso e ingenuo, recortando 
una atmósfera exánime y plácida
de muerte y resurrección.
Volaban como quien corre
a tomar una micro 
para volver del trabajo,
para bajar las persianas,
para soñar con los angelitos,
gorjeando menos y menos. 

Recuerdo el sol, como una exhalación
de bermellón sideral, 
refulgiendo y palpitando para,
a tantos millones de kilómetros,
lastimar con picor las pupilas
desprevenidas de este primate curioso.

Recuerdo el frío tomando por asalto
un mordisco de mis manos,
que no ha diez años fueran tersas,
el vaho casi imperceptible 
que osó opacar el aire cristalino
de aquel trigésimo octavo minuto,
de aquella cuarta hora,
de aquella tarde de un 2 de julio,
de un año que podría haber sido cualquiera,
pero fue aquel en que tantas certezas caducaron.

Fue obra de otras manos y otro ingenio
inaccesible y visionario
—si la astronomía dispensa la metáfora—
que labraron y anudaron 
lo que es arriba y lo que es abajo
en perpetua danza
de colosal magnitud, 
milimétrica exactitud
e irresistible potencia
que este vástago, escéptico de lo humano,
volviera a alzar la mirada asombrada.

Quien recuerda estos recuerdos,
autor de estas palabras balbucientes,
paga su deuda de gratitud con el Universo, 
—que no precisa este mortal tributo—
por haber fundido lo que por propia mano
no hubiera podido y haber demostrado
que también un eclipse puede iluminar




Familia Salazar Solís, Santiago de Chile, 2 de julio de 2019. 

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