miércoles, 4 de julio de 2018

2. El Pueblo Fiel


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Fragmento del parágrafo CLIV de la sección XXXVIII del capítulo LXXXVI del tomo XXII del resumen de La Bizarra, Edificante y Tres Veces Verísima Historia Testimonial de los Hombres Interiores de Sogg de Antalesia, protector de las artes y las ciencias.
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De los antiguos pueblos que vivieron y murieron cuando el Hombre aún era joven ninguno cultivó el fervor por el arte de la profecía más que los catios, nombrados así en homenaje de su primer patriarca y grandísimo caudillo, Cat el Primero [también llamado el Fiel], quien recibiera de manos del mismísimo Dios — ¡ensalzado sea! —, sobre la Meseta Llagada, el Gran Libro del Futuro.

A diferencia de los setrakitas y los maránobos, los catios jamás llegaron a desarrollar un sistema propio para la adivinación. Fueron siempre ortodoxos practicantes y acérrimos defensores de la veracidad y exactitud de las revelaciones contenidas en el Gran Libro, tanto así, que conformáronse hasta su extinción con el periplo celestial que les fuera dictado en el remoto pasado de su primigenia peregrinación por el Mundo. Y no hubo ni habrá jamás otro pueblo tan devoto y piadoso como ellos sobre el Continente.

Cuentan las más antiguas versiones de la leyenda que, pocos siglos después de derrotadas las Arañas y durante la inmemorial infancia del Hombre, viose el Pueblo Fiel [que así les llamó Ixcal en sus Notas del Hombre Joven] deambulando huérfano de caudillo y destino por las estepas de las tierras interiores cuando, una noche cualquiera, indistinta de todas las frías esteparias, avistaron sobre la Meseta Llagada una luz titilante como de una estrella, pero que desplazose, recortando el firmamento velocísimamente, para presto desaparecer.

Solo Cat [humilde artesano perteneciente al pueblo llano] y un puñado de sus más valientes y leales allegados vencieron el miedo para trepar el monte al encuentro de Dios — ¡elevado sea! —, apenas premunidos de sus ajuares personales. A la noche subsiguiente, bajó Cat con sus hombres [los catios originales] del monte Protrubio [que significa el primero] cargando el Gran Libro y el firme propósito de pregonar de inmediato la buena nueva, a pesar del gran cansancio que les pesaba, por no haber reposado en toda su ida y vuelta. Comenzaba así la Historia para el Pueblo Fiel.

[De lo que allí, sobre el monto Protrubio, vieron u oyeron los catios originales nada se sabe. Cuenta, en efecto, la más autorizada versión de la leyenda que el voto de silencio que Cat les obligara a contraer no fue quebrantado jamás ante paisano ni extranjero ni bajo recompensa o tortura]

Congregáronse en torno al advenedizo patriarca todas las gentes del pueblo para oír las buenas nuevas que el mismísimo Dios — ¡preclaro sea! — les dirigía. Leyó Cat entonces la primera sentencia del Gran Libro, que contenía la primera profecía, tal como sigue:

[1.º] Será Cat rey sobre la Meseta, señalado como el Primero. Será omnipotente e incuestionable, rico y poderoso, y a nadie más que a él serale permitido tocar o leer el Libro.

Y el pueblo maravillose de la solemnidad de las palabras que Dios — ¡respetado sea! — les profería por boca de Cat, quien les hablaba como hablaría un padre a su hijo.

Hubo sí algunos rancios de abolengo que sorprendieronse de que tal honor hubiera quedado reservado a un hombre asaz humilde, apenas un encuadernador de libros de salmos; otros ladinos fingieron no prestar importancia a la nueva revelación, pero [en lo] profundo de su entendimiento sospecharon que, si el nombre del Hacedor invocabase nuevamente, ello tan solo auguraba mudanzas y trapisondas de fuerzas que no se vieran desde las Arañas y secretamente temieron; los escribas frotaronse las manos, los poetas no comprendieron al comienzo, los ilustrados elevaron doctas plegarias, y cada cual a su manera hubo [segmento ilegible]. Pero, en definitiva, a nadie de entre todas las gentes del pueblo dejó indiferente la buena nueva.

Así pues y no exenta de tropiezos comenzaba la Historia de los catios, puesto que muchos de aquellos impíos negáronse a doblegar la cerviz ante el nuevo y divino orden y, no sin cometer atroz impiedad, atreviéronse a apartarse del camino que el mismísimo Dios — ¡temido sea! — señalábales.

[Párrafo ilegible]

Finalmente, hubo de reinar Cat el Primero premunido de férreo fervor sobre su pueblo. Los impuestos en oro afluían como acequias a su tienda, tornándole tan rico como la profecía había vaticinado, los hombres de todas las clases postrábanse ante su regio poderío y sus enemigos eran vencidos por sangrientas jabalinas guiadas por un astro secreto e infalible. Cumplíase pues la profecía cabalmente.

Pero llegó el día en que, para gran tristeza de los catios, Cat hubo de dejar este Mundo. Ya en su última enfermedad presentose ante el pueblo para leer la segunda sentencia del Gran Libro antes de expirar, tal como sigue:

[2.º] Cat el Primero nombrará a su heredero de entre sus más leales allegados y será este fuerte y virtuoso, tal como aquel. A la muerte del Primero será aquel nuevo rey, omnipotente e incuestionable, rico y poderoso, tal como Cat el Primero lo fuera. Y será esta la tradición inquebrantable de cada rey del Pueblo Fiel hasta su final.

En efecto, invistió entonces Cat a su sucesor, que hubo de adoptar el título de Cat el Segundo [II], para al poco tiempo dejar este Mundo con hondo pesar de todas las gentes del pueblo y duelo oficial por más de siete veces siete días.

Mas, algunos de los codiciosos infieles nuevamente osaron desafiar la palabra de Dios — ¡furibundo sea! — levantando armas contra su nuevo y legítimo señor. 

[Párrafo ilegible]

En la víspera de la batalla decisiva Cat el Segundo [II] presentose ante sus súbditos para leer la tercera sentencia, tal como sigue:

[3.º] Triunfará Cat sobre sus enemigos y todo aquel que junto a él combatiere triunfará también para compartir, feliz y opulento, el botín extraordinario y para ver medrar al Pueblo Fiel. Todos aquellos que fueren derrotados serán exterminados, tanto ellos como sus allegados, hasta no dejar huella alguna de su ascendencia o descendencia.

Tan pronto corriose la palabra entre el pueblo, la nueva profecía milagrosamente volviose a cumplir. En tropel, las gentes acudían a Cat el Segundo [II] para enrolarse en su soldadesca y pelotones completos de arrepentidos regresaban al redil desertando del bando subversivo. El día de la batalla, antes incluso de trabada, los propios capitanes rebeldes entregaron la cabeza martirizada del caudillo sedicioso [cuyo nombre la Historia ha olvidado], rogando el perdón del rey. El pueblo aplaudió su piedad para con la profecía y vitorearon misericordia para con ellos, pero Cat el Segundo [II], igualmente fiel que su antecesor, recordoles circunspectamente que el mismísimo Dios — ¡incuestionado sea! — mandaba que fuesen todos exterminados hasta el último descendiente y el primer ascendiente, sin excepción, con culpa o sin ella. Y así procedieron Cat y sus allegados a pasar a cuchillo a todos los rebeldes, sus padres e hijos, abuelos y nietos. El pueblo piadoso, como siempre, resignose de buen corazón al celestial comando.

De esta suerte transcurrieron centurias para el Pueblo Fiel durante las cuales cada sentencia del Gran Libro del Futuro resultó ser puntualmente cierta. Y, con cada profecía cumplida, el pueblo allegábase más a sus legítimos señores y más piadoso volvíase.

Pero en el centésimo sexagésimo segundo día del tricentésimo décimo séptimo año del vigésimo segundo milenio [año 22.317 en las cuentas largas de los catios], desde el Gran Monte Septentrional [aquel que Irenko el Viejo llamó Zchenitz], llegó con el viento un alarido que nunca antes fuera oído sobre la Meseta Llagada. Descendieron entonces las Grandes Serpientes sobre los predios de los catios, trayendo consigo pánico y desolación. Destruyeron las cosechas, derribaron las carpas, espantaron a los jumentos y depredaron a débiles y tullidos. El Pueblo Fiel combatió a los nuevos invasores como mejor pudo, sin embargo y a pesar de su entereza, más y más terreno cedían jornada tras jornada. Entonces el rey Cat DI [501.º] anunció a su pueblo la centésima trigésima cuarta sentencia del Gran Libro tal como sigue:

[134.º] Peregrinará el Pueblo Fiel hacia el levante, dejando la Meseta Llagada a los nuevos invasores para que en ella sacien su locura y su hambre, hasta encontrar otro hogar donde asentarse y prosperar nuevamente.

Mandó el rey entonces desmantelar todas las carpas, arrear lo que pudiese llevarse y lo que no mandó dejarlo tal como estaba, para emprender a la siguiente jornada la Primera Gran Marcha.

Vagaron los catios por el interior del Continente padeciendo frío, hambre, miedo y penas por cientos. Muchos hombres perdiéronse en la travesía, tantos que su diezmado número jamás se recuperó. Vagaron lacerados por la tristeza del exilio, pero a la vez con templanza por saber que la mano bondadosa de Dios — ¡piadoso sea! — los guiaba silenciosamente hacia nuevas [y mejores] estancias.

Y finalmente no fueron sus plegarias desatendidas cuando al alba del cuarto día del milésimo bicentésimo décimo octavo año de su migración [año 23.535] vieron por vez primera, desde las laderas del monte Proternio [que significa el último] la Panthalasa.

Los corazones de los fieles ilumináronse nuevamente viendo el azul que todo lo cubría hasta allí donde la vista alcanzaba y todos estuvieron de acuerdo en que los siglos de errar les serían compensados largamente de allí en más. Compadeciéronse de las generaciones anteriores y también de las venideras; de las unas porque nunca verían lo que entonces ellos veían, de las otras porque nunca sentirían el asombro y la admiración como ellos entonces los sentían. Entonces el rey Cat DXCIX [599º] salió de su regocijo tan solo para dar solemne lectura a la centésima septuagésima sexta sentencia, tal como sigue:

[176.º] El Pueblo Fiel montará carpas junto al azul infinito y allí morará nuevamente próspera y pacíficamente.

Y todo fue hecho tal como mandaba Dios — ¡benefactor sea! — para gran sosiego y solaz de todas las gentes del pueblo. Fue esta la Segunda Paz que, por muchos siglos, gozaron los fieles. Abundante fue la pesca, robustas las cosechas, los jumentos suculentos y los hombres amáronse y auxiliáronse mutuamente como hermanos en industriosa y cívica armonía.

Pero al vigésimo séptimo día del centésimo noveno año del cuadragésimo séptimo milenio [año 47.109], procedente del norte y bordeando la costa, llegó cabalgando un extranjero envuelto en exóticas telas y ataviado solamente con un shofar, un puñal de plata y un sobre lacrado. Pidió parlamentar con el rey, en ese entonces Cat CMXCIX [999º], y, frente a todo el pueblo, clamoreó su aborrecible instrumento para luego dar lectura conspicua a la cédula simbálica que portaba, tal como sigue:

Según solemne decreto juramentado del Simbal Gilmorán II el Conquistador, señor innato de Palás, hermano carnal del Sol y de la Luna, nieto y senescal de Dios — ¡ensalzado sea! — , gobernante supremo de los territorios de Maccadia, Uqbar, Dimar Oriental y Occidental, soberano de soberanos, inigualable jinete jamás derrotado, férreo centinela de la tumba de Al-Unar, delegado del poder divino, esperanza y confort de los Causales, cofundador y acérrimo defensor de los Anti-Causales, Ministro Avizor del Alto Culto, portavoz de las buenas nuevas, convocador de la guerra y la tempestad, maestro de ceremonias vitalicio de la Santa Caballería Abanaki, incinerador de la Suma Biblioteca de Gorka y un largo etcétera… se les ordena, gentes extrañas, juramentar honroso vasallaje para conmigo, so pena de ser exterminados y para siempre erradicados de la Historia del Continente y la Panthalasa.

Grande fue el estupor de todos quienes allí congregados oyeron al heraldo pronunciar su ultimátum. Pero el rey Cat, para tranquilizar al pueblo, consultó el Gran Libro acerca de tan seria amenaza. Leyó en voz alta, frente a su gente y frente al heraldo, la milésima septuagésima tercera [y última] sentencia, tal como sigue:

[1.073.º] Irá el Pueblo Fiel a la guerra contra sus nuevos enemigos. Todos los individuos, jóvenes o viejos, tullidos o sanos, portarán cada quien un arma. Y en el campo de batalla, todos y cada uno, serán pasados a cuchillo y allí sus cuerpos abandonados a merced de las bestias y los elementos. Todos menos uno, que será el último rey, a cuya muerte el Pueblo Fiel para siempre habrase extinto. Sea esta la palabra del mismísimo Dios — ¡ensalzado sea! , quien manda además que este Gran Libro del Futuro sea arrojado a las aguas procelosas de la Panthalasa para nunca jamás ser leído por viviente alguno.

Y el rostro del rey Cat ensombreciose y el pueblo calló y el heraldo lloró, pero aun así todo hízose tal como fue comandado. Nombró el rey Cat a su sucesor, quien hubo de adoptar el inédito título de Proternio [que significa el último] y junto a todo el resto del pueblo preparó la batalla. A cada quién un arma entregó, pero no habiendo suficientes para tantos brazos, equipó a los sobrantes con azadas, palas, palos y piedras y marcharon a la batalla, dejando al nuevo rey Proternio a solas en el campamento.

Tal como rezaba la última sentencia, fueron todos allí pasados a cuchillo al compás del tétrico barritar del shofar del solitario heraldo de Gilmorán II el Conquistador. Y quedáronse allí sus cuerpos para corromperse y desaparecer [al igual que todas sus posesiones, riquezas y registros].

Vagó entonces Proternio, con lo puesto, hacia el interior del Continente. Durante años tuvo pena y rabia, pero, siempre piadoso, jamás blasfemó ni osó apostatar de la voluntad del Hacedor.

Al vigésimo tercer año de su migración [año 47.124] por fin vio nuevamente la Panthalasa. Contempló allí, con el corazón henchido, una apacible aldea de hombres libres e inocentes y con ellos quiso morar, quienes le recibieron y atendieron con los altos honores correspondientes a su estado y abolengo. Alojose en casa de Juan [humilde pescador perteneciente al pueblo llano], donde fue tratado como un padre por aquel [que era muy joven].

Durante años Juan cuidó de Proternio. Juntos vieron pasar los días y las estaciones mientras Proternio le narraba las desventuras de su pueblo, cuyos versos recitaba como de memoria. Le habló de Cat el Primero, del Gran Libro, las rebeliones de los impíos, las Grandes Serpientes y la huida, la Primera Gran Marcha, la Segunda Paz, los abanaki, la Última Sentencia, la batalla y de la destrucción del Libro en las aguas procelosas de la Panthalasa para nunca jamás ser leído por viviente alguno.

[Párrafo ilegible]

Juan compadeciose de su amigo e hízole saber con sabias palabras llenas de amor lo siguiente:

Aún es tiempo, aún puedes multiplicarte y prosperar y levantar nuevamente al Pueblo Fiel.

A lo que Proternio replicó serenamente:

¿No lo entiendes Juan? Soy el último Fiel, fiel permaneceré.

Y Juan lloró.

Murió Proternio al cabo de largos y plácidos años y junto con él el último de los suyos [los catios]. Y no hubo ni habrá jamás otro pueblo tan devoto y piadoso como ellos sobre el Continente. 

Fueron estos los catios, el Pueblo Fiel, de quienes solo nos queda el nombre y la leyenda.


* Las anotaciones entre [ ] pertenecen a Nicodeneo el Búrat, CCLXXI Edecán del Alto Cenáculo de los Causales Soggistas, legítimo sucesor en línea directa del Gran Sogg de Antalesia, protector de las artes y las ciencias.

2 comentarios:

  1. Proternio fue consecuente y trágico, buen final para los Cattios. Me quedo con la duda respecto a la legitimidad de las profecías del gran libro. Mucha conveniencia en el secreto, como la historia de Joseph Smith jejeje. También fue muy eficaz en amedrentar a los rebeldes.

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    1. Por fin alguien repara en la duda razonable. Parábola sobre el libre albedrío. Como siempre gracias vale por tus comentarios.

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