Bajo una tarde bruñida por un sol cobrizo convocó el Maestro a sus discípulos, sobre un pequeño promontorio cubierto de hierba, para dictarles otro de sus iluminadores sermones.
El Maestro tomó asiento en la cima del promontorio y arrancó del verde tapiz una flor. Prendida entre sus dedos índice y pulgar la alzó ante sus discípulos y así les habló:
—¿Qué es esto? —inquirió el Maestro mientras miraba absorto la flor.
—Una flor, Maestro —se apresuró a responder Cartes, el seguidor más joven.
—Imbécil —replicó el Maestro.
Tan sólo una levísima y contenida risa resquebrajó el sepulcral silencio que la réplica del Maestro había impuesto. No pasó inadvertido que aquella risa provenía de Larino, el acólito más anciano, quien calló de inmediato al percatarse de las miradas reprobatorias de sus condiscípulos. Pero el Maestro se puso de pie, caminó hasta él y así declaró ante todos:
—Esta lección se la he dado a Larino y sólo a él —concluyó el Maestro mientras le regalaba la flor.
A mí también me dio risa, lesson learned.
ResponderEliminarLa más importante de las lecciones.
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