y me llamara por nombre y apellido
y me juzgara, ya digno ya impío,
pero que me juzgara indeleblemente,
definitivamente.
Que, en palabras no pronunciadas,
dictara una inapelable sentencia,
en cuya resolución me mirase
como en un espejo de agua
y así conociera, por medio del eco silencioso,
todo aquello que siempre he ignorado
y la prosaica sucesión
de causas y efectos
que han producido el yo que escribe estas líneas
cobrase un sentido inmanente e ineludible,
fuera éste grandioso o humilde.
Desconozco si acaso este anhelo de predestinación
es, en sí mismo, el germen de su propia demostración
o si, por el contrario,
todo destino —en estricto sentido— es refutado
por el hecho de formular siquiera esta súplica pagana.
Pero abrazar esta duda
y recorrer este camino incierto
es el ciclo predecible que repito
cada vez que elevo mi plegaria incontestada:
quisiera que Dios bajara del cielo.
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